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La familia Gómez y la Comisión de la Verdad



El jueves en la noche, horas después de que el gobierno y las FARC anunciaran el acuerdo de conformar una Comisión de la Verdad, tuve la primera prueba de las enormes dificultades que tendrá esta comisión para cumplir con los objetivos de esclarecer lo que ha ocurrido en el conflicto armado, de contribuir al reconocimiento de las víctimas y de promover la convivencia en los territorios.

Fue en Voces RCN, en una discusión con Miguel Gómez Martínez. Le dije a Gómez –una persona sin tacha, de la que no tengo noticia de que haya cometido algún delito– que una cosa era la responsabilidad política y otra la judicial, que para el país era vital que, por ejemplo, la familia a la que él pertenecía reconociera su participación relevante en las decisiones políticas de Estado que nos metieron en esta guerra. Que esa era, precisamente, la función primordial de la comisión.

La reacción fue de una dureza impresionante. Me recordó mi pasado guerrillero, me acusó al aire de cuanta cosa se le ocurrió. Se había despachado ya contra la comisión diciendo que era un triunfo de las FARC y tenía la misión de establecer la responsabilidad única del ‘establecimiento’ en el conflicto. Terció Juan Gabriel Uribe para reivindicar la memoria de Álvaro Gómez Hurtado y su condición de víctima.

Los argumentos eran de gran peso, sentidos, legítimos. Álvaro Gómez es uno de los emblemas de la victimización en nuestro país. Sometido al horror del secuestro por el M-19 y asesinado luego en un complot político aún por esclarecer. Son tan fuertes los hechos, tan conmovedores, que deberían inhibir cualquier alusión a las responsabilidades de él y de su padre en las violencias que han azotado al país.

Pero no creo que ese sea el camino para sanar las heridas y empezar por fin la reconciliación del país. Fue Álvaro Gómez quien instigó el ataque que obligó a Manuel Marulanda Vélez a tomar de nuevo las armas y a dar inicio a las FARC.

Eduardo Pizarro Leóngómez lo describe así: “En encendidos discursos, en el Congreso de la República, el líder conservador Álvaro Gómez Hurtado venía denunciando desde 1961 la existencia de 16 repúblicas independientes que escapaban al control del Estado y en las cuales, según su retórica reaccionaria, se estaban construyendo unas zonas liberadas”.

“Se trataba ante todo de Marquetalia, Riochiquito, Guayabero, el Pato, Sumapaz y la región del Ariari. Ante esta presión el presidente Guillermo León Valencia decidió exterminar a sangre y fuego estos enclaves comunistas. Como consecuencia de lo anterior las autodefensas se transformaron en guerrillas móviles dando origen al inicialmente llamado Frente Sur –1964– dos años más tarde Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia”.

Veinte años antes también la retórica encendida de su padre, Laureano Gómez, había contribuido poco a poco a gestar la violencia entre liberales y conservadores que duró desde el trágico 9 de abril de 1948 hasta 1957, cuando se firma el pacto del Frente Nacional del cual Gómez, padre, fue signatario.

Esas son cosas lejanas y la familia Gómez ha dejado de tener la preeminencia política que tuvo en la vida nacional. Pero la reacción de Miguel Gómez da cuenta de una faceta de Colombia. Aquí las elites políticas y económicas nunca han reconocido su gran responsabilidad en la violencia.

Tenemos dos ejemplos recientes. De los 128 parlamentarios investigados o condenados por parapolítica solo tres: Eleonora Pineda, Rocío Arias y Alfonso Campo Escobar reconocieron su vinculación con los paramilitares, a los demás los han tenido que vencer en juicio. Hubiese sido mejor que no pagaran un día de cárcel, pero aceptaran las responsabilidades y tuvieran una sanción social y política. Tampoco ha habido manera de que las Fuerzas Militares le pongan la cara a los falsos positivos. Lo relacionado con más de 1.000 civiles ejecutados extrajudicialmente por agentes del Estado se está diluyendo penosamente en unos cuantos procesos individuales.

También a quienes ahora o antes hemos tenido algún papel en la conducción de las guerrillas o en la promoción de la revolución armada nos cuesta reconocer nuestra grave responsabilidad. Fue un error histórico descomunal convocar a los campesinos a engrosar las guerrillas después de la gran tragedia que significó la violencia liberal-conservadora.

No existía la menor posibilidad de una respuesta masiva y, entonces, la guerra se convirtió en una aventura de minorías campesinas y estudiantiles que mediante expedientes de terror en zonas apartadas del país prolongaron al infinito la reyerta. Pero mayor error aún fue el echar mano del secuestro y del narcotráfico para alimentar la confrontación. El detalle de lo que ocurrió será el gran aporte a la verdad de todos los jefes guerrilleros.

Si en algún momento la Comisión de la Verdad, que espero sea la confluencia de personas de las más altas calidades éticas, me llama a declarar, acudiré con humildad a aportar mi granito de arena para la reconstrucción del país.

Columna Publicada en Revista Semana


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