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La importancia que tiene la sotana de Camilo Torres para Colombia

Por: Iván Gallo




Fue a una de sus amigos más cercanas, Leonor Muñoz, a quien Camilo Torres le regaló su sotana. Eran las cinco de la mañana y terminaba 1965. La decisión del sacerdote de dejar los hábitos e irse a luchar al monte estaba tomada. El hombre la sacó de su carro y se la entregó. Era más que una simple sotana, era la ropa de trabajo de una persona convencida de que se podía cambiar el país. Muñoz había conocido a Torres cuando este era el capellán de la facultad de sociología de la Universidad Nacional, cargo en el que duró entre 1959 -recién llegado de haber estudiado en Lovaina, Bélgica- y 1962. Ella era profesora de microbología y cuando podía iba a la misa. Así se conocieron. Se volvieron tan amigos que Torres la visitaba en la casa pero al papá de Leonor no le gustaba que a su casa “entraran hombres con faldas”, así que se la quitaba cada vez que iba. No le importaba, se volvieron muy amigos.


Desde la facultad de sociología Camilo repetía una frase con la que promulgaba el cambio en un país que ya estaba martirizado por la guerra: el amor eficaz. Era seguir a rajatabla lo que dice el evangelio: dale de comer al hambriento, de beber al sediento. Pero su labor pedagógica, de compromiso de defensa con el estudiantado no cayó bien entre sus superiores de la iglesia así que lo echaron. Fue Leonor Muñoz quien lo vio subiendo por la calle 34 con la cabeza baja. Venía llorando. Ella conducía su carro, le pitó y él entró en su auto. Ahí le contó: no podía seguir como sacerdote por orden de sus superiores. Lo pusieron a escoger “O la sotana o la revolución”. Así que dejó su sotana. A Leonor nunca le contó que se iba para la guerrilla. Cuando ella se enteró, como muchos de sus amigos, fue en la prensa. Y de la noche a la mañana se había convertido en la Universidad Nacional.


Sin embargo no fue la sotana que le dio a su amiga Leonor Muñoz la que Petro encontró hace unos días. En su cuenta de X explicó que, según estudios de Medicina Legal, comprobó que tiene en su poder la sotana de quien fue considerado en su momento el sacerdote más famoso del mundo: “Informo al pueblo Colombiano y latinoamericano, a la Iglesia Católica, y a todas y todos los luchadores sociales del mundo, que hemos confirmado científicamente en medicina legal, que la sotana guardada por un obrero desde la década de los sesenta, antes que el sacerdote Camilo Torres Restrepo partiera a la insurgencia del ELN y a su muerte, y entregada a mi, en semanas pasadas por el cuidador, es efectivamente la sotana del padre Camilo Torres Restrepo. Que su memoria viva en el recuerdo del pueblo de Colombia”.


Días antes el presidente había generado una controversia por anunciar su intención de nombrar patrimonio cultural nacional el sombrero de Pizarro, comandante máximo del M-19. Con la sotana de Camilo el incendio se intensificó aún más. Camilo Torres nació en una familia acomodada de Bogotá. Hijo de Isabel Restrepo, quien heredó una fortuna de su padre, Juan de la Cruz Gaviria, empresario paisa quien financió varias campañas militares liberales contra los conservadores durante la guerra de los mil días y del médico Calixto Torres, podría haber elegido cualquier destino de poder pero su vocación por ayudar a los demás lo llevó a ser sacerdote. Dejó súbitamente una vida de universitario rumbero, que tenía ciertas inquietudes sociales, para irse a Chiquinquirá a meterse en el convento de los dominicos. En plena estación de la sabana, su madre, Isabel, alcanzó a detenerlo, se lo llevó a rastras a su casa. Era impensado que en esa casa, en donde primaba la libertad de pensamiento, uno de sus hijos quisiera ponerse una sotana. Isabel había sufrido mucho por las costumbres anquilosadas de la sociedad bogotana. Había tenido el coraje de separarse de su primer esposo, el alemán Kart Werstendorp, con quien tuvo a su primer hija, Gerda, quien, a su vez, se convirtió en la primera mujer en ingresar en una facultad de medicina en Colombia. En el momento en el que Camilo tomó su súbita decisión, su papá Calixto estaba en un congreso de médicos en los Estados Unidos. Cuando llegó a Bogotá pudieron lograr un acuerdo. Camilo no se iría con los dominicos. Esta orden era famosa por sus condiciones de renuncia extrema, su radicalismo místico. Consiguieron un término medio: que se fuera al seminario del Chicó, una construcción de ladrillos rojos y amplios jardines que hoy sigue sorprendiendo a la gente que transita por la séptima a la altura del Chicó.


Su biógrafo, Walter Broderick, contaba que al principio le costaba horrores acostumbrarse a la sotana. No podía cerrar la interminable hilera de botones y por eso el cuello romano le quedaba torcido. Además se le enredaban las piernas en las faldas de paño negro “Y todo movimiento, aún el más sencillo, se le hacía complicado”. Se asombraba ver a sus compañeros con más experiencia en el seminario ver como podían correr, jugar fútbol con la sotana cuando él ni siquiera se podía mover.


En una semana ya la dominaba pero empezó una desazón que lo carcomía. El seminario era un búnker a donde las noticias y la actualidad no llegaban. Incluso ni se enteraron de la tarde aciaga donde fue asesinado Jorge Eliecer Gaitán. Adentro se hizo cercano de otro seminarista, Gustavo Pérez, con quien inició un círculo de estudio. Así, medio de manera clandestina, le sacaron tiempo a sus días para la lectura de la Rerum Novarum, la encíclica escrita por el papa León XIII a finales del siglo XIX. Era el comienzo de una actividad subversiva. Poco a poco se acercaban a ensayistas católicos expertos en materia socioeconómica. Cuando terminó sus estudios en el seminario, en 1952, sus padres querían que siguiera estudiando. Por eso estuvieron de acuerdo con que se fuera a Lovaina, en Bélgica, a estudiar sociología. Cuando regresó, en 1959, quiso estar cerca de los estudiantes de la Universidad Nacional y allí su pensamiento se transformó y se convirtió en uno de los íconos revolucionarios de Latinoamérica. Su sacrificio, que está a punto de cumplir sesenta años, sigue siendo analizado y a veces no comprendido. Son otros tiempos y la elección de tomar las armas para cambiar un destino ya luce anacrónico. Pero a Camilo Torres todos los caminos se los cerraron.

El intento del presidente de mantener viva su imagen podría acercar a muchos jóvenes a un legado que debe perdurar: el de la lucha por una sociedad más igualitaria. La lucha por el amor eficaz no se debe apagar jamás.

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