Por: Iván Gallo - Editor de Contenido
Es como si la gente estuviera cansada de las noticias. Como si ya nadie quisiera saber nada más del horror. El 23 de enero del 2024 el ex gobernador de Santander Hugo Aguilar reconoció ante la JEP que sí había recibido apoyo de las Autodefensas Unidas de Colombia en la campaña que lo encumbró en ese cargo en el 2004. Pero esto fue tan sólo una arista de su declaración. Para mi lo más importante fue que reconociera que el Bloque de Búsqueda, la unidad élite que había creado la policía para acabar con Pablo Escobar, había perpetrado la masacre de Oporto.
Durante 34 años fue verdad oficial que Pablo Escobar habría ordenado uno de los episodios más sangrientos en la historia de Medellín. Decían que había armado a muchachos de las comunas para que bajaran hasta ese bar, una de las preferidas por los jóvenes del Poblado, y realizaran una especie de venganza social. Esta versión la siguen creyendo muchos. La confesión de Aguilar, que pasó de agache en la mayoría de medios de comunicación, que al parecer tienen vetado el tema, le ponía punto final al misterio.
El 23 de junio de 1990 fue un sábado triste en Colombia. La selección de Maturana, que pintaba como favorita a llegar a semifinales en el Mundial de Italia, caía eliminada contra Camerún en octavos de final. Uno de los goles de Roger Milla vino por un error de René Higuita intentando salir jugando en la mitad de la cancha. Sobre las ocho de la noche empezaron a llegar, como cada sábado, los jóvenes al bar Oporto. Este bar había sido abierto por Alberto Castaño, un reconocido empresario local, en 1989, justo cuando la guerra entre los carteles de Cali y Medellín arreciaba. No estaba muy convencido de hacerlo pero cuenta que se enamoró de los heucaliptos que rodeaban un lugar que siempre había sido una finca. Todo se empezó a dañar cuando en noviembre de 1989 lo secuestraron. Le quitaron a su familia 100 millones de pesos. En Medellín era muy difícil vivir. Hacer negocio era para los que creían en milagros.
Esta es la entrada de la discoteca Oporto. Acá fue donde sorprendieron a Juan Pablo Salazar
Desde 1988 la guerra en Medellín se instaló y la convirtió en uno de los pedazos del infierno en la tierra. Ese fue el año en el que los hermanos Rodríguez Orejuela le pusieron un bombazo al edificio Mónaco, donde vivía la familia de Escobar y este les contestó acabando con cuanta sucursal de Drogas La Rebaja -propiedad de los Rodríguez- hubiera en Colombia. A pesar de que Medellín era zona de guerra Castaño seguía creyendo en la ciudad.
Para 1990 la situación había empeorado. Ese año en Medellín se registraron 54 masacres. Las urgencias del hospital San Vicente de Paul tenían registros sólo comparables con los que tenía Vietnam a comienzos de la década del setenta. Los muchachos cambiaron sus rutinas. La noche era peligrosa, por eso Santiago Salazar recuerda que para ellos trasnocharse era llegar a las 11 de la noche a la casa.
Santiago tenía 17 años ese 23 de junio de 1990. Sin embargo lo recuerda todo. Ese día perdió a su hermano, Juan Pablo Salazar, bachiller del colegio Benedictinos, estudiante de ingeniería de producción en la Universidad EAFIT. 20 años de edad. Todo el futuro del mundo. Esa noche Juan Pablo dejó a su hermano Santiago en una urbanización llamada Linda Villa cercana a Oporto y luego se iría a visitar a Mónica, su novia, que estaba convaleciente por una lesión en un pie. “Voy a buscar a los amigos y después pasaremos un rato por Oporto”. Sobre las 10 de la noche Santiago empezó a escuchar sirenas de ambulancias. Salieron a la portería y una de las ambulancias se detuvo en seco. El que conducía preguntó dónde quedaba la discoteca Oporto “Pasó algo malo allá” les dijo. Santiago creyó que el corazón se le iba a salir por la boca.
Juan Pablo y su Renault 18
Juan Pablo llegó, sobre las nueve de la noche, a la discoteca. Nunca se bajó del carro, un Renault 18 blanco. Entró al parqueadero y vio quien podría estar afuera, en las mesas. Estaba buscando al parche de siempre. Como no vio a nadie conocido se fue. Entonces cuando iba de salida se encontró con dos camionetas negras que le bloquearon el paso. Adentro venían 10 hombres armados. Encapuchados. Era raro que hubieran llegado a ese lugar, la loma de los Benedictinos, en plena frontera entre Medellín y Envigado, sin haber llamado la atención de los cinco anillos de seguridad que había puesto la policía esa noche. Son múltiples los testimonios de jóvenes, la mamá de Juan Pablo y dos de los sobrevivientes de la época que recuerdan los retenes y alguna que otra recomendación de policías días antes de la masacre “Es mejor que se guarden temprano porque el fin de semana va a pasar algo muy feo en Medellín”. Claro que sabían.
Medía casi dos metros Juan Pablo. Era delgado, cara cuadrada, a las mujeres les encantaba. Los hombres lo bajaron por la fuerza del Renault 18, él les dijo que lo dejaran ir y en respuesta lo golperaon con sus armas y lo arrastraron por el parqueadero mientras le decían: “venimos a matarlos a todos hijueputas”. Camilo Jaramillo, uno de los tres sobrevivientes, recuerda que por el tono de la voz, por las botas militares que calzaban, por los dichos que decían, la forma como se movían respondiendo con disciplina a las ordenes de una voz cantante con acento marcial, a simple vista se podía apreciar que tenían entrenamiento táctico y por la forma en que portaban las armas, tenían perfectamente estudiado el lugar y cubiertas todas las entradas y salidas para que nadie pudiese escapar, no tenían dudas que se trataba de miembros de la policía.
En ese momento el escuadrón empezó a disparar al aire. Algunos entraron a la discoteca, sacaron a 28 hombres, la mayoría muchachos, las mujeres que estaban ahí las reunieron y las dejaron aparte debajo del entarimado de madera no sin antes advertirles que, si se movían, “las matamos”. Sobre las 10:30 de la noche abrieron fuego. Cinco minutos después de que los 10 hombres se fueran en sus carros llegó la policía. Algunos se parecían a los hombres que abrieron fuego contra los muchachos.
Diecisiete personas murieron esa noche. Uno de ellos fue Juan Diego Castaño, el hijo del dueño de Oporto. El resto, como Juan Pablo Salazar, fueron muriendo con los días. La cifra total de víctimas fatales fue de 25 hombres jóvenes.
Las balas que se encontraron en el cuerpo de Camilo eran de Pietro Berettas y nueve milímetros. A Juan Pablo también le extrajeron del cuerpo munición de nueve milímetros y la que fue hallada en los coches que abalearon en el parqueadero era munición de fusil Galil 762, el mismo armamento que portaban los miembros de la Cuerpo Élite de la Policía enviada a Medellín desde Bogotá. Cerca de mil casquillos se dispararon en la escena del crimen, pero misteriosamente el informe de balística desapareció y el expediente se archivó, el hecho criminal jamás se investigó y se dejó preescribir a propósito. El cuerpo especial de investigación conformado por ocho miembros de la Policía técnica judicial para investigar el hecho fue desmantelado una semana después. ¿por qué?
Tres décadas después de su asesinato los familiares de Juan Pablo y de los otros 22 muchachos buscan respuesta
Los familiares han tenido que sufrir lo indecible. Sus vidas cambiarían para siempre. Santiago Salazar ha emprendido una cruzada que le ha costado tres atentados contra su vida, innumerables amenazas, tener que irse del país durante quince años y la desfinanciación de sus recursos, ya que toda la energía y plata que ha tenido se la ha gastado en un documental sobre esta masacre que piensa terminar en el 2025. Desde siempre tuvo la certeza que Pablo Escobar, a pesar de lo que intentó hacer circular como verdad oficial el Estado, no tuvo nada que ver con la masacre. En Medellín todos los muertos los ponía Escobar y esto sirvió para que muchos encubrieran sus fechorías. Cuentan que, al otro día, cuando se enteró de la noticia Virgilio Barco, quien se encontraba en una cumbre de presidentes en Chile y que ya estaba aquejado de su enfermedad, empezó a gritar a los cuatro vientos que en su gobierno los sicarios caían de esa forma. Porque las familias de los caídos han tenido que soportar estigmas de todo tipo, incluso el de la calumnia. Durante mucho tiempo se sostuvo la versión que se trataba de un ajuste de cuentas, de una acción combinada para matarle hombres a Pablo Escobar y nadie asumió la verdad, la verdad es que se trató primero de un error del Bloque de Búsqueda y, segundo, de una manera que tenía el Cartel de Cali para hacerle daño, con complicidad de la policía, a Medellín.
En ese momento la orden desde Washington y Bogotá era acabar con Pablo Escobar sin tener en cuenta las consecuencias, la policía tenía patente de corso. Las bajas civiles fueron aceptadas. Ahora, lo que necesitan las familias de los 28 muchachos asesinados es que este crimen no prescriba. Que paguen los responsables. Se ha acudido al grupo de abogados que conforman el grupo jurídico de Antioquia pero todos los esfuerzos han sido en vano. Por eso es que labor que ha emprendido Santiago Salazar debe repercutir en los grandes medios, formar parte de la agenda pública. Se necesitan saber todos los detalles de un crimen que la gran mayoría de los colombianos desconocemos. Necesitamos saber la verdad de lo que sucedió en la discoteca Oporto.
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