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La pandemia de violencia que azota al Bajo Cauca

Por: Fredy Chaverra. Colaborador Pares.


En el Bajo Cauca, subregión ubicada al norte de Antioquia, entre los departamentos de Córdoba y Bolívar e integrada por seis municipios, la mayor amenaza para la seguridad de sus 320.000 habitantes no se reduce a la presencia de la COVD-19; la debilidad de un sistema sanitario dependiente de un único Hospital de segundo nivel o el desempleo derivado de la cuarentena, no, la principal pandemia que se viene sintiendo en el territorio es una violencia barbárica y degradada que en lo corrido del año ha dejado decenas de jóvenes asesinados en los municipios de Tarazá, Cáceres, El Bagre y Caucasia.


Si en enero el país se estremeció con el decapitamiento de dos jóvenes en zona rural de Caucasia, en una práctica de control territorial que recuerda los años más crudos del conflicto, en el último mes la subregión no sale del asombro por la cantidad de personas que han sido degolladas. El último caso registrado fue el de los hermanos gemelos de 17 años, Andrés y Alfonso Ramírez, quienes habían denunciado amenazas de un grupo armado e inclusive se encontraban en medio de una ruta de atención humanitaria; sin embargo, esto no fue suficiente para salvaguardar sus vidas ya que fueron degollados cerca de la cabecera municipal de Tarazá, sus cuerpos presentaban señales de tortura.


Aunque esta difícil situación de orden público no es nueva, en lo corrido del 2020 se ha intensificado. A los asesinatos se agregan recientes hechos de desplazamiento forzado como el registrado en la vereda La Esperanza en Tarazá; el asesinato de líderes sociales adscritos el programa de sustitución de cultivos ilícitos (PNIS); masacres y un incierto indicador de desaparición forzadas. No importa que esta sea una subregión tres veces priorizada en la implementación del Acuerdo de Paz (PDET, PNIS y ZOMAC); que en la política de seguridad territorial de Duque se haya priorizado como una Zona Estratégica de Intervención Integral (Zona Futuro) o que sea el área más militarizada en Antioquia, la violencia no cesa y antes empeora.


En el Bajo Cauca se comprueba esa paradoja de la promesa de la paz que llevó la incierta realidad de una guerra. A pesar que la extinta guerrilla de las Farc no eran un actor determinante en la regulación social del orden, tras su salida del territorio se aceleró un proceso de expansión y consolidación de otras estructuras armadas como las AGC o Clan del Golfo; los Caparros; el ELN y las disidencias de las Farc. Grupos que se disputan a sangre y fuego corredores de movilidad para el control de rentas criminales derivadas del narcotráfico, minería ilegal y la extorsión. Ante el estancamiento del programa de sustitución (es el territorio con más coca en Antioquia) y el precario aterrizaje del PDET, la paz en este territorio no pasa de ser un memorial de buenas intenciones.

Esa tan solo es una breve radiografía de la indolente pandemia de violencia que azota al Bajo Cauca, pandemia que no cede y cuya solución no resulta tan sencilla como encontrar una vacuna “milagrosa”. ¿Qué hacer ante esa situación? ¿cómo responder esa pregunta ante la indiferencia del gobierno y la degradación de una guerra barbárica? La única certeza es que las comunidades siguen resistiendo en medio de un silencio que hiela la sangre. Es claro que el Bajo Cauca no es territorio de paz o si quiera una zona “futuro” (como mal la llama el gobierno), pues esa terrible pandemia de la violencia, ensañada con sus jóvenes, parece no que no fuera a terminar.

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