Era cuestión de tiempo. Desde cuando la ministra de Educación, Gina Parody, en un acto de valentía y honestidad, hizo pública su condición gay y su relación marital con su compañera de gabinete Cecilia Álvarez, personas y organizaciones homofóbicas esperaban ansiosas la oportunidad para cobrarle la osadía. La encontraron en las últimas semanas. La revisión de los manuales escolares que había ordenado la Corte Constitucional motivada por hechos como el doloroso suicidio, por discriminación y acoso, de Sergio Urrego fue el esperado pretexto.
Con montajes, con mentiras, o con verdades a medias, se abalanzaron sobre la ministra. Primero fue la diputada Ángela Hernández del Partido de la U, en Santander, quien señaló que en los colegios estaban induciendo los niños a la homosexualidad. Luego fue la circulación de un video sucio y mentiroso para desacreditar las decisiones de la corte. Después fue la crítica desde las Iglesias a un documento de recomendaciones sobre los manuales, elaborado por expertos contratados en un convenio entre el Ministerio de Educación y el PNUD. La cosa pasó a mayores con las movilizaciones y las protestas en algunas ciudades.
No es el único ingrediente que atiza el fuego contra la ministra. El empeño de Viviane Morales en la promoción de un referendo para echar al suelo el derecho de adopción de las parejas del mismo sexo, la cruzada del procurador contra todo lo que huela a reconocimiento y derechos para minorías sexuales, y las graves dificultades que afrontan Santos y el gobierno nacional con la opinión pública configuran un entorno muy adverso a la talentosa ministra.
Pero no es el momento para amilanarse, para esconderse, para eludir el debate, sobre temas que están en el corazón de la época y que para fortuna del país tienen recibo en una Corte Constitucional que ha puesto los ojos en los cambios que vive el mundo. La heterosexualidad y la separación tajante entre las estéticas femeninas y masculinas han perdido el monopolio de la legitimidad. La educación, las redes sociales, los medios de comunicación y las estructuras políticas y religiosas están obligados a dar cuenta de esta realidad.
La arremetida contra los gais y el cuestionamiento a las nuevas visiones sobre la educación y la familia tienen asiento en tres premisas falsas: una, la homosexualidad y la transgresión a los roles asignados por la cultura machista a los hombres y a las mujeres constituyen una desviación, una enfermedad, que es curable mediante la negación y la represión; dos, el reconocimiento a la diversidad sexual y las manifestaciones públicas de esa condición diversa inducen y fomentan las prácticas desviadas; tres, la familia es el coto cerrado de los padres y el principal lugar en la construcción de imaginarios y valores.
La predisposición a una orientación sexual distinta a la heterosexual viene con las personas. Los esfuerzos para demostrar lo contrario han fracasado. La aceptación y el reconocimiento de esta realidad han sido un gran aporte a la libertad; una manera de aliviar las angustias que conlleva sentirse diferente; una forma de atenuar el dolor que significa ir en contravía a las mayorías y vivir en carne propia la discriminación. La libertad no crea, ni recrea, la homosexualidad, solo saca a la luz algo que estaba escondido, algo que no se podía manifestar.
La familia ha dado un vuelco enorme y se parece muy poco a la que había hace 100 años o, incluso, hace 50 años. Los padres cuidaban, definían y controlaban la educación, el trabajo, el amor y el futuro de sus hijos. Hoy eso parece una locura. Podían someter al trabajo a los menores, ejercer la violencia sobre ellos, definir si iban o no a la escuela y a qué carreras, entregarlos en matrimonio. Todo.
Ahora, los padres están buscando para sus hijos de solo tres meses instituciones que los cuiden. La educación se ha tornado obligatoria y en muchos países los padres son castigados si eluden este mandato, también si obligan a trabajar a los menores o si los golpean. Los hijos están en la calle o en las redes sociales y los padres son los últimos en conocer sus amores. Son hijos del Estado y la sociedad más que de los padres y dependerán cada vez más del Estado en la medida en que la educación, la salud y la vivienda se convierten en bienes públicos.
De ahí que la discusión sobre estéticas, valores, preceptos y contenidos de la educación tiene un carácter público, y es perfectamente legítimo y además obligatorio que el Estado intervenga para asegurar que los niños crezcan en un ambiente de libertad, de respeto a la diversidad y de solidaridad con sus compañeros de todas las orientaciones sexuales posibles.
Y una nota final. Me ha decepcionado que la Iglesia católica colombiana haga eco de grupos evangélicos fanáticos apartándose ostensiblemente de la actitud bondadosa y comprensiva del papa Francisco con los gais. Tampoco atiende las nuevas ideas de Francisco sobre la familia y la libertad. Es así de triste: una parte de los obispos le está dando la espalda al innovador jefe de la cristiandad.
Columna de opinión publicada en Revista Semana
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