La tragedia que Petro, Duque y Santos no lograron detener: 1.200 líderes asesinados
- Laura Bonilla
- hace 6 días
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Por: Laura Bonilla - Subdirectora

¿Qué diría el mundo de un país que ha permitido el asesinato sistemático de más de 1.200 líderes sociales en apenas una década? ¿Qué nombre le pondrían los organismos internacionales si estos asesinatos ocurrieran en cualquier otra democracia del planeta? En otros contextos, esto sería una señal de colapso institucional, de un Estado incapaz de garantizar la vida, de una democracia convertida en teatro vacío. Honestamente no sé por qué aquí no.
La experiencia comparada lo demuestra: en México, los cárteles asesinan alcaldes y candidatos para imponer su poder territorial. En Guatemala, en los años ochenta, los militares arrasaron con el liderazgo indígena para quebrar la resistencia. En Colombia, los armados no necesitan derrocar al Estado: les basta con matar líderes. Les basta con imponer el miedo y eso es más que suficiente para hacer lo que mejor les plazca o les convenga. Incluso, para establecer un gobierno dentro del Estado, disputar el monopolio de las armas, construir infraestructura, establecer normas de conducta y matar con total impunidad a quién se oponga.Sobre su protección, nadie responde. Ni hoy, ni hace cuatro años, ni tampoco hace ocho, cuando ya se advertía del problema. Hasta hoy hemos perdido 1.200 personas con este perfil. La mayoría en el Cauca, Antioquia, Nariño y Valle del Cauca. 345 líderes comunales, 236 indígenas, 170 líderes comunitarios, 148 líderes y lideresas campesinas. Los peores años: 2020, 2022 y 2024.
Tampoco el 2024 fue para tirar voladores. Es una guerra declarada de armados contra civiles, hasta que no quede nadie en el territorio que cuestione al violento y que no responda con sumisión y obediencia.Más allá de la tragedia, este asesinato es la base de la gobernanza armada o criminal. No se trata solo de que haya crimen: se trata de que ese crimen gobierna. De que en muchos territorios el Estado no es el que impone las reglas, sino las organizaciones armadas ilegales, que sustituyen la institucionalidad por lógicas de control, castigo y beneficio privado. La gobernanza criminal, como ya lo muestran estudios académicos en toda América Latina, se sostiene en una mezcla de coerción y funcionalidad. Brinda seguridad, impone justicia, resuelve conflictos y regula economías ilegales —todo, claro, bajo la lógica del miedo y el silencio.
Muchas palabras, políticas sin evidencia y nulos resultados. El balance en diez años de la indolencia estatal.
En los recientes meses he tenido la oportunidad de participar en varios espacios donde se discute si la paz sí o la paz no, si negociaciones sí o negociaciones no. Si son o no políticos, si hay más o menos ideología. Pero muy poco esfuerzo se pone en medir los resultados en materia de protección a la gente. Muy poco interés en decir que esas más de mil muertes significaron la victoria de la gobernanza criminal, en un sistema de incentivos que produce lo mismo siempre: el violento gana, no hay justicia y mucho menos hay prevención. Tontamente llevamos varios años pensando que la situación se resuelve con una de las dos estrategias favoritas: se le da mucha bala a la criminalidad y de esa forma ya no mata, o por el contrario se negocia con ella para domesticarla. Esto tiene muchos problemas.En general la bala indiscriminada crea más problemas y violaciones a los DDHH de las que atiende. Y crea retaliaciones como el reciente plan pistola, o como los asesinatos masivos de líderes y lideresas en el Cauca. No funciona a mediano y largo plazo, no da acceso a la justicia y tampoco previene que esto siga pasando. Matar a un individuo es barato y tiene cada vez menos costo social o político. Por otra parte, lo que se pensó que podía funcionar de la Paz Total y que fue su mayor fracaso es que si el Estado ofrece negociación, los grupos que ejercen gobernanza armada van a dejar de matar. No lo hicieron. Dejaron de confrontar ocasionalmente al Estado, bajaron temporalmente los desplazamientos forzados, incluso ayudaron a desminar. Pero los asesinatos selectivos se mantuvieron y les diré por qué: estos asesinatos no son una consecuencia, sino la base de su control. Son fundamentales para la gobernanza criminal.
El asesinato estratégico de líderes sociales es una herramienta funcional, eficiente y repetible para los armados. Produce miedo, puede usarse cuando se quiera, tiene bajo costo político y restringe el espectro democrático a quienes estén dispuestos a ser co-gobernados. El mensaje es claro: quien lidere, quien cuestione, quien organice, será eliminado. En México, por ejemplo, se ha documentado cómo los cárteles han dejado de comprar políticos para directamente asesinarlos. En Colombia, después del Acuerdo de Paz de 2016, el asesinato de líderes se disparó: más de 1.200 muertos en ocho años. La lógica es simple: sin liderazgo social, sin voces organizadas, se impone sin resistencia la gobernanza criminal.Del lado de los resultados institucionales, el balance es espantoso. El Ministerio del Interior encabeza un sistema de protección que no funciona. La UNP, que prioriza esquemas de escoltas, no sirve para proteger liderazgos comunitarios locales. Pero sí se da el lujo de gastar miles de millones en figuras de alto perfil, incluso encubriendo escándalos y mafias. La única herramienta disponible para las comunidades es un decreto. Un papel. Un documento que habla de protección colectiva, con recomendaciones imposibles de implementar. Y nada más. Como me lo sugirió un antiguo Director de DDHH de Mininterior: si implementáramos el decreto 660 tal cual, habría más reuniones que días en el año y todas llevadas desde Bogotá. Es imposible, pero no se le puede decir eso a las plataformas de DDHH que lo consideran su única esperanza.
Colombia no protege. El Estado no escucha. Y en cada comunidad donde matan a un líder y no pasa nada, lo que se consolida es un nuevo orden: el de la obediencia, el del silencio, el del miedo como política.
El Estado se da el lujo de afirmar que cuenta con una política de protección colectiva: el Decreto 660 de 2018. Un decreto que nunca fue implementado con seriedad. Un informe reciente sobre su ejecución demuestra que los comités técnicos creados para operarlo no sesionan, que las comunidades no conocen los criterios de priorización, y que los ejercicios piloto nunca llegaron a aplicarse. Ni siquiera los reglamentos de funcionamiento fueron aprobados. Las organizaciones sociales que deberían estar en el centro de esta política fueron excluidas o tratadas como actor decorativo.El Decreto 660 prometía emisoras comunitarias, fortalecimiento del gobierno propio, pedagogía territorial. ¿Qué se ejecutó? Nada. Muchas reuniones. Como todo en Colombia, quedó en un papel. Un decreto que ni protege ni transforma. Un engaño institucionalizado. Un disfraz de acción estatal que solo sirve para evitar responsabilidades. Esa es hoy la respuesta oficial a más de mil asesinatos de liderazgos sociales: un decreto fantasma que nadie aplica y que todos abandonaron. La violencia avanza. La gobernanza criminal se impone. Y el Estado firma papeles. Y ese nuevo orden, aunque se instale con balas, termina gobernando con decretos de papel mojado.Así gobierna el crimen: matando líderes. Así responde el Estado: firmando decretos que nadie cumple. Y así se desangra la democracia: no con golpes, sino con ausencias. Con miedo. Con abandono.
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