Por: León Valencia*
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El 4 de febrero el presidente Gustavo Petro decidió mostrarle al país en vivo y en directo las enormes dificultades de su gobierno, las limitaciones de su liderazgo y el poco margen de maniobra con que cuenta para cambiar esta situación en lo que resta de su mandato. En un accidentado consejo de ministros transmitido por televisión le dio cuerda a un debate sobre la gestión de los ministros, las contradicciones del gabinete y se lanzó a una reestructuración de su equipo.
Insistió Petro, una y otra vez, que no era un gobierno de izquierdas, o no era exclusivamente de izquierdas, que había ganado al frente de una coalición, que le debía el triunfo a fuerzas y personas que no venían de la izquierda tradicional y con ellas tenía que gobernar, decía estas cosas y miraba a Armando Benedetti, a Laura Sarabia y a otros tantos que no militaron con él en la izquierda, un gobierno multicolor, dijo en algún momento.
Es una verdad como un puño. En el 2018 Gustavo Petro intentó ganar con la izquierda y no pudo. En el 2022 se vio forzado a pactar alianzas diversas para llegar a la presidencia. Al inicio de la campaña, cuando se encontraba en Florencia, Italia, reponiéndose del Covid 19, tuve la oportunidad de hablar con él en una reunión virtual que duró más de una hora y me dijo, con entera claridad, que para ganar necesitaba del apoyo de sectores de todos los partidos tradicionales.
En ese momento recordé una frase de Felipe Solá, un líder político del peronismo, con el que tuve cierta cercanía en la primera década de este siglo, alguna vez se propuso desafiar a los Kirchner y buscar la presidencia de la república. ¿Le pregunté y cómo vas a hacerlo? ¿Con quién te vas a aliar? Me contestó: “León, voy a llamar a dios y al diablo, pero sé que sólo va a venir el diablo”.
Así fueron las cosas. Aun así, le ganó por un estrecho margen a Rodolfo Hernández, un improvisado candidato que se mantuvo hasta el final en la condición de outsider y rechazó el apoyo de la variada gama de fuerzas políticas que habían acompañado a Fico Gutiérrez en la primera vuelta.
Así estaba el país. Nada que hacer. Descontento hasta la médula con las élites tradicionales, después de la pandemia, del estallido social, de la decadencia del proyecto político de Álvaro Uribe y de un mal gobierno de Iván Duque, pero apenas inclinado tímidamente a la izquierda.
Ganó la presidencia Petro, pero su gobierno ha sido una coalición y en el congreso sólo logro unas mayorías al principio con la habilidosa mano de Roy Barreras. Después, solo acuerdos temporales para sacar adelante alguna iniciativa de interés general, no sin la ayuda de abundante mermelada. Tampoco con las cortes le ha ido bien.
Nada extraño. En Colombia, a partir del Frente Nacional, existía un consenso básico sobre el manejo de la “Cosa pública”, el modelo económico, la modulación de las reformas sociales y el trámite político. Solo aparecían fisuras importantes en las políticas de seguridad y paz, entre quienes pensaban en la solución militar al conflicto y quienes se la jugaban por una salida negociada que abriera las puertas a la reconciliación nacional.
Las izquierdas llegaron con una maleta llena de las reformas sociales, las mismas que durante sesenta años habían proclamado sin éxito alguno. Eran, hasta 2014, fuerzas electorales absolutamente marginales. Solo las guerrillas causaban un estruendo de mil demonios y con eso hacían más difícil el salto de la izquierda legal al protagonismo, hasta que se dio el milagro del acuerdo de paz con las FARC y todo empezó a cambiar.
Petro, lo dijo Felipe López, en una columna de la revista Semana, cuando apenas iniciaba su mandato, “Es un lobo con piel de lobo”. Siempre dijo que quería cambiar el país, que quería reformarlo todo, nunca escondió sus propósitos. Así que una vez se instaló en el Palacio de Nariño presentó su gran portafolio de reformas: a las políticas de paz, a la estructura tributaria, a la salud, a la educación, al régimen laboral, a las pensiones, al mundo agrario, a las Fuerzas Armadas, a la política, a la estructura energética del país para enfrentar el cambio climático, a la lucha contra las drogas alucinógenas y sicoactivas con el propósito de abrirle campo a la legalización y al régimen de transferencias de la nación a las regiones. Todas tienen el sesgo de redistribuir la riqueza y fortalecer lo público. Todas apuntan a potenciar la intervención del Estado y a revertir las privatizaciones de todos los servicios. En ese punto están las diferencias.
Lo hizo sin anestesia. Diciendo a cuatro vientos que se trataba de sacar el país de la grave desigualdad en que la había hundido doscientos años de gobiernos oligárquicos. Señalando, todos los días, en su cuenta de X , o en los balcones y las tarimas frente a sus seguidores, que somos el segundo país con la mayor concentración de tierra del mundo; que estamos en el club de los países con los más bajos salarios; que el neoliberalismo y las privatizaciones se han llevado de calle la salud, la educación, la seguridad y las conquistas laborales; que las Fuerzas Armadas torcieron en algún momento su misión y se aliaron con para militares para desatar una inenarrable tragedia de violación de los derechos humanos.
La oposición hace leña con esto. Los medios de comunicación también. Miren la retórica, dicen, cada día se parece más a Chávez, quiere acabar con el país. Quiere quedarse en el poder, quiere romper el hilo democrático ¡Miren sus ínfulas de caudillo! Así se fue exacerbando la polarización.
No obstante, iluso Petro, en reiteradas ocasiones, llamaba a “Un acuerdo nacional” con el propósito de poner a andar el cambio que necesita el país. Incluso buscó afanosamente reuniones nada menos que con el antípoda de todos los años, con Álvaro Uribe Vélez. ¿Pero quién puede estar interesado en un acuerdo con un gobierno que quiere reformarlo todo y no tiene unas mayorías consolidades para intentarlo? ¿A quien le interesa darle la mano a un reformador irredento, en un país hasta ahora adverso a los grandes cambios?
El portafolio de grandes reformas que debía pasar, si o si, por el Congreso, se ha ido aplazando en medio de agudas controversias; incluso las reformas que se trasquilaban en complejas negociaciones con las bancadas y los partidos, en algún punto se atrancaban; de puro milagro salió la pensional que ahora está en líos en la Corte Constitucional y la ley de transferencias que todavía no se ha redondeado con otra ley que estipule los compromisos de los mandatarios regionales. La derecha ha bloqueado las reformas.
La paz en aprietos
Petro, no contento con tenderle la mano a la numerosa delegación del ELN exiliada en la Habana a lo largo de cuatro años para que regresara a la mesa de conversaciones, les ofreció una negociación política a las envalentonadas disidencias de las FARC y un acogimiento a la justicia al Clan del Golfo y a la variedad de grupos del crimen organizado que campean en las ciudades y en los campos de Colombia. Con esta política de paz total instaló diez mesas de negociación ¡Gran ambición!
Pero el ELN, hasta el momento, no ha respondido con audacia y generosidad a la oferta de paz, con diversos pretextos rompió el cese bilateral al fuego que se había pactado y se lanzó a una ofensiva militar contra otros grupos ilegales y contra la población civil en el Catatumbo, el Chocó y otros lugares del país. Las conversaciones están suspendidas y apenas le queda escaso año y medio a este gobierno. Sólo una decisión del ELN de suspender la guerra desatada en el Catatumbo, retornar el cese bilateral del fuego y cumplir con unos mínimos humanitarios, puede revivir la mesa de negociaciones con miras a una paz en el próximo gobierno.
Tampoco el grueso las disidencias de las FARC caminan con paso firme hacia la desmovilización y el desarme. Queda alguna ilusión con grupos que desertaron de la paz acordada de la mano de Iván Márquez, quizás esta facción entre de verdad en el aro de la reconciliación; también con un pequeño grupo disidente del ELN llamado Comuneros del Sur, hay una luz de esperanza.
Las mesas de paz urbana instaladas en Medellín y Buenaventura dan algunas muestras de querer ir hacia algún tipo de negociación en el orden judicial y en la búsqueda de alternativas sociales para el numeroso contingente de jóvenes vinculados a economías ilegales. Pero, son sólo pequeñas muestras, nada definitivo, porque tampoco el gobierno nacional encuentra un proyecto viable de resocialización de estos grupos y una alternativa judicial atractiva para las bandas criminales.
Las vicisitudes de la coalición
Los tecnócratas moderados de origen liberal que habían sido invitados al gobierno: Cecilia López, Alejandro Gaviria y José Antonio Ocampo, huyeron del gabinete después de haberle aconsejado la famosa fórmula de “Construir sobre la construido”. Nada de reformar a fondo lo construido, eso no suena bien. Se espantaron con las reformas. Se espantaron con las presiones a los terratenientes para que cedieran mediante indemnizaciones sus tierras al Estado para adelantar la reforma agraria, con la propuesta de reformar de fondo a las EPS, en la idea de rescatar la educación de la creciente privatización, con la modificación de las reglas de juego en todos los campos de la actividad social.
Así que Petro se fue quedando sin una burocracia experta en el manejo del Estado, con una izquierda sin mayor experiencia en el gobierno nacional, personas inteligentes, carismáticas, como Francia Márquez, pero que ni siquiera habían sido alcaldes en un pequeño municipio, activistas comprometidos. Se quedó también con los operadores políticos que habían sido determinantes en la campaña electoral: Roy Barreras, Armando Benedetti, Juan Fernando Cristo, Luis Fernando Velasco, Laura Sarabia.
Así que, cuando la izquierda se fue lanza en ristre contra parte de estos operadores políticos en el consejo de ministros del 4 de febrero, Petro cerró filas con ellos, no quiso o no pudo detenerse a pensar si las razones de la animadversión eran validas, no quería o no podía darse el lujo de ir al último tramo de su gobierno con un exclusivo gabinete de las izquierdas. Tenía que mantener las dos alas de un gobierno asediado y débil.
Colombia, creo, no ha tenido gobiernos tranquilos, pero este ha rayado en lo traumático, tiene porque serlo, es el primer presidente de izquierdas, exguerrillero para acabar de ajustar, polémico como el que más, reformista de convicción, hábil para llegar al corazón de sectores populares que le compran sus promesas de cambio, diestro en sorprender a la opinión y controlar la agenda pública, pero poco ordenado, poco organizado, limitado para la gerencia.
Estamos entonces en una transición histórica, en una transformación de la vida pública, en el advenimiento de la alternación entre derechas e izquierdas en la conducción del país; estamos en medio de una exacerbación de la polarización política, con un gobierno débil, sin mayor orden y estrategia, con una izquierda aprendiendo a trancazos a gobernar, con una oposición desatada y una prensa que no de tregua.
Las derechas no están mejor. Uribe, su líder en los últimos 25 años, acusa un inocultable desgaste, acosado por fantasmas del pasado, crímenes mayores como los falsos positivos o transgresiones a la ley como el soborno a testigos y el fraude procesal, que lo tienen en un grave lio judicial. En la campaña de 2022 se vieron obligadas a improvisar sus candidatos a la presidencia y en el 2026 aún no encuentran un candidato con verdadero arrastre en las encuestas, a no ser que Vicky Dávila se decida a perder su condición de outsider y acepte un acuerdo con fuerzas y partidos de esta corriente política al estilo de Fico Gutiérrez el candidato uribista en la primera vuelta del 2022.
Las demandas sociales que llevaron a una movilización de siete millones de personas en seiscientos municipios del país durante el estallido social siguen latentes en todo el país. Un treinta por ciento, o un poco más, de la opinión, según diversas encuestas, sigue acompañando a Petro y a la izquierda en su propósito de reformas.
No obstante, las derechas tienen a su favor el saldo en rojo en las realizaciones del primer gobierno de izquierdas y los preocupantes brotes de violencia en once sitios del país. En eso van a insistir en la campaña del 2026. En la frustración. En el incumplimiento de las promesas. Y van a exagerar hasta la saciedad las manifestaciones de violencia a inseguridad.
Van a decir, estamos en el peor incendio, no importa que estemos en una tasa de 27 homicidios por cada cien mil habitantes, lejos, muy lejos, de la tasa 65 o más homicidios por cien mil habitantes con que empezamos el siglo; no importa que en este momento tengamos 18.000 ilegales armados, lejos, muy lejos, de los cerca de 70.000 con que empezamos el siglo; no importa que se hayan reducido de manera ostensible los secuestros, las desapariciones forzadas y el desplazamiento de poblaciones, si comparamos las cifras de hoy con las de comienzos de siglo.
Van a ofrecer mano dura a la vieja usanza de Uribe o a la actual perspectiva de Bukele, el presidente del Salvador. La receta puede tener éxito dado el ambiente de miedo y de incertidumbre que están creando con imágenes y datos reales de la violencia y el conflicto, adobados, eso sí, con una buena dosis de imágenes y noticias falsas.
Aunque tampoco les quedará fácil a los pregoneros de la mano dura apoderarse de un todo y por todo del discurso de la seguridad. La izquierda también ha tomado conciencia de que es obligatorio competir con la derecha en este campo. El mismo Petro, en una medica tan audaz como controversial, nombró a un general como ministro de Defensa; no a un general cualquiera, claro está; nombró a un militar simbólico como quiera que había estado en la famosa operación Esperanza rescatando a los niños indígenas en la selva amazónica.
Las frustraciones son del tamaño de los sueños
Petro, tanto en el consejo de ministros del 4 de febrero como en una entrevista que le concedió al diario El País el 26 del mismo mes, reconoció sin ambages sus fracasos. Fue realmente dramático verlo regañando a sus ministros señalando que sólo han cumplido 46 de los 195 compromisos planteados al principio del gobierno; y más dramático aun, verlo contestándole al entrevistador de El País que sus dos años y medio han sido de una “Infelicidad absoluta” que ha fallado al creer que podía “hacer una revolución gobernando” cuando en realidad esto sólo puede hacer el pueblo desde abajo con su movilización; que, aun así, continua creyendo que es necesario “hacer una revolución en Colombia”; que el pueblo decidirá cuando se lanza a ella.
No hay apelación alguna ante este reconocimiento. La frustración es dolorosa cuando uno sueña mal, es decir, cuando corre tras una ilusión irrealizable; pero también es dolorosa cuando uno gestiona mal su sueño, cuando falla a la hora de conquistarlo, a la hora de hacerlo realidad ¿Eran irrealizables las numerosas y profundas reformas? O, siendo posible llevarlas a cabo ¿Fueron acaso mal planteadas y tramitadas?
No es sencillo responder a estas preguntas. Quizás había que escoger unas cuantas reformas, las más urgentes y prioritarias, y aplicarse a sacarlas adelante. Quizás la enorme ambición no correspondía al poder real conquistado en las elecciones.
Pero bien dicen que “genio y figura hasta la sepultura”. Petro representa muy bien el espíritu del M19, la guerrilla en la que militó en su juventud, sus ambiciones, sus sueños, siempre estaban muy lejos de sus capacidades militares y políticas; pensaban, eso sí, que, al proclamarlas y acompañarlas con unas impactantes acciones publicitarias, podrían desatar una movilización invencible del pueblo.
La izquierda en las elecciones del 2026
He hablado con muchas personas acerca del consejo de ministros del 4 de febrero y la mayoría, o la totalidad de ellas, señalan que allí no había orden ni concierto. Les he dicho, suavemente, sin mayor pretensión, que para mí tenía un hilo conductor: Petro quería mostrar que su equipo de gobierno no había podido o no había querido llevar a cabo el cambio prometido; señalar también, que el tiempo se había acabado, que en el año y medio restante no harían mayor cosa; dejar claro que había llegado la hora de pensar en las elecciones del 2026; mostrar que la idea de reformar el país seguía vigente, pero, para dar otro paso en ese camino, era necesario, quizás, buscar una gran coalición y darle la cabeza de esa coalición a un candidato o candidata por fuera de la izquierda tradicional.
Esa idea la repitió de manera sugerente en la entrevista al diario El País. A la pregunta de si confiaba encontrar un candidato progresista para el 2026 respondió: “No un candidato, sino un frente. No hay ninguna fuerza que tenga mayoría. Se necesita un frente amplio. Tengo nombres en mente, pero dejo correr el tiempo”.
Este escenario se parecería un poco al que se gestó en el 2014. Santos había roto con el expresidente Uribe y se había comprometido contra viento y marea con un proceso de paz tan ambicioso como las reformas que ahora está buscando la izquierda; la respuesta del uribismo fue dura, continuada, feroz, una batalla sin cuartel en la que se utilizaron tanto armas legitimas como ilegítimas.
Las elecciones se convirtieron en una medición de fuerzas definitiva. La izquierda, haciendo a un lado todas sus prevenciones, todas sus desconfianzas, con Juan Manuel Santos, se volcó en su apoyo en la segunda vuelta y logró lo impensable ¡Qué Santos. aventajado en primera vuelta por Oscar Iván Zuluaga, ganará la presidencia en segunda vuelta!
Es muy probable que los nombres que tiene mente en Petro para pelear la segunda vuelta de las elecciones de 2026 correspondan a personas del centro del espectro político que, con una apoyo decidido de la izquierda, le den la pelea a la derecha y puedan eventualmente ganar la contienda para darle continuidad a la transición y a la lucha por las reformas sociales por las que clama una parte de la población colombiana.
*Publicado originalmente en la Revista Hojeando