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Las enfermedades que atormentaron a Alejandra Pizzarnik

Por: Iván Gallo - Editor de Contenidos


Foto tomada de: Alas Tensas


Todo poeta es un loco. Esta afirmación se dice a veces muy fácil, casi que de manera irresponsable. Como si fuera una pose y no lo que es, un sufrimiento. A Rimbaud, por ejemplo, lo único que le aplacaba los demonios era caminar. Una vez caminó 250 kilómetros durante dos semanas. Caminó tanto que se le desprendió la vesícula. Fue la primera vez que lo operaron. La última fue cuando le amputaron la pierna en el Sahel y ya, después de haber matado su alma de poeta vendiendo armas, no volviendo a hablar “de esa cosa” como se refería, con repugnancia, a la literatura, regresó a morir Francia a los 38 años. Ya había sentado, una noche, a la belleza en sus rodillas y la había injuriado. O Silvia Plath, asfixiandose en su cocina con gas, o Charly García saltando desde un noveno piso a una piscina semi vacía, o Jattin saltándole a un bus en Cartagena. Nadie quiere estar loco, menos los poetas.

 

Y si existe una poeta cuya muerte y enfermedad han sido motivos de caricaturizar al poeta es Alejandra Pizarnik. Su suicidio a los 36 años la convirtió en una especie de Janis Joplin, de rockera maldita, miembro honorario del club de los 27. Si hubo un suicidio anunciado fue el de Alejandra. Tomen un poema de ella, al azar, lo más seguro es que encuentren un verso contando su desesperación, su depresión profunda, sus ganas de salir de esto lo más rápido posible.

 

¿Cómo no me suicido frente a un espejoy desaparezco para reaparecer en el mardonde un gran barco me esperaríacon las luces encendidas?

 

Alejandra empezó a tomar pastillas para todo, para dormir, para comer, para sonreir. La realidad la incomodaba. Las pastillas no ayudaban con su diagnóstico siquiátrico. Toda automedicación termina cobrando un precio muy alto. Se acaban las mesetas emocionales. Empieza la montaña rusa.

 

En cierto sentido este deslumbramiento que sentimos por ella es algo relativamente nuevo. En 1999 se abrieron lo que se terminaron conociendo como “Los papeles Pizarnik”. Allí están sus diarios donde nos cuenta de su deterioro, sus delirios, como cada vez le costaba más escribir, hilvanar ideas. Y para colmo la piel que se agrietaba, que se convertía en volcanes, sus cartas a León Ostrov, su sicoanalista, las verdades que no sabíamos. En Argentina, antes del descubrimiento de sus diarios y cartas, se creía que venía de una familia pobre pero en realidad sus padres, de ascendencia rusa, eran clase media alta, cultos, que tenían la fea costumbre de vivir comparando a Alejandra con su hermana mayor lo que le generó un grave problema de autoestima al que no ayudaron ni el sobrepeso, el acné y el maldito asma.

 

En la última biografía que se conoce de la poeta argentina se afirma que nunca hubo, por parte de León Ostrov, un diagnóstico de esquizofrenia en su adolescencia. Otro de sus siquiatras, el doctor Enrique Pichon-Riviere, habla de que a los 14 años era una joven “de extrema lucidez”. Esa última biografía de Cristina Piña acaba con varios mitos oscuros que rodearon a la Pizarnik, una de ellas era eso de que había sido abusada por un tío y aún no logra saber cosas que necesitamos constatar, una de ellas es si estuvo interna dos veces en el famoso hospital siquiátrico Saint Anne de París, como afirma en su diario. Además sabemos el affaire que tuvo con el escritor e intelectual cucuteño Jorge Gaitán Durán quien murió a los 36 años en un accidente de avión.

 

Evidentemente hubo un quiebre emocional que la llevó al desbarrancadero. Ese quiebre pudo empezar con la repentina muerte de su padre el 18 de enero de 1967. Sus últimos libros de poemas los hizo sumida en una profunda depresión que se agudizó con una creciente adicción al seconal. En 1970 vino su primer intento de suicidio. La idea de irse de París, de no poder mantener por más tiempo su estadía en la ciudad soñada de los escritores, la arrinconó aún más. En 1971 traduce una joya que poco se conoce en hispanoamérica y que la última vez que fue editada lo hizo Siruela en el 2006, La condesa sangrienta, la biografía de Erzhebet Bathory, la asesina serial que tenía por costumbre asesinar a sus jovenes doncellas desangrándolas. Con su líquido vital se hacía complejos métodos para rejuvenecer su cutis. Era una sicópata.

 

Regresó a Buenos Aires, la caída seguía, la internaron en el hospital siquiátrico de esa ciudad. Durante un fin de semana que pidió permiso para respirar se tomó 30 pastillas de seconal y murió en la noche del 25 de septiembre de 1972. Cinco años después otro joven genial, Andrés Caicedo, se explotaría las neuronas con 60 pastillas de seconal en su Cali, cuando recién había salido Qué viva la música!, tenía 25 años.

 

Alejandra Pizarnik es un misterio que difícilmente desentrañaremos. Las respuestas, si las hay, está en sus versos, más incluso que en su diario. Que los 52 años de su muerte sea un ocasión para verle la cara en medio de la niebla del tiempo.




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