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Las guerras que vienen

Por: Laura Bonilla



Estábamos advertidos. Al final del día, la guerra es un grupo de personas tomando decisiones. El ELN ha tomado la suya: va a iniciar por lo menos cuatro guerras al mismo tiempo. Esto le requerirá una cantidad inmensa de recursos humanos y financieros, y también le exigirá relajar o ignorar cualquier límite humanitario. Incluso con su propia base social, tal como lo está haciendo en el Catatumbo. No hay justificación ni argumento que pueda excusar semejante barbarie. No será lo mismo; no hay vuelta atrás. La masacre del Catatumbo de 2025 se recordará como una de las atrocidades históricas perpetradas por el ELN. Ni más ni menos.

Además, una guerra traerá otra. Es una guerra por población y porciones de territorio. Sin ambas, cualquier estructura armada pierde su razón de ser. En el departamento del Guaviare, ya está estallando la pugna armada entre grupos disidentes (Calarcá vs. Mordisco). En la zona limítrofe entre el Huila y el Caquetá, también volverán a vivirse situaciones similares. Arauca, como siempre, pende de un hilo, y enero ya arrancó con combates en el municipio de Arauquita.


En el Chocó, los paros armados se combinarán con la siempre silenciosa y demasiado tolerada expansión del Ejército Gaitanista (Clan del Golfo). En Putumayo, los Comandos de la Frontera y el Frente Carolina Ramírez se enfrentarán con mayor fuerza. En el Norte del Cauca, el ELN y la Segunda Marquetalia irán contra el Estado Mayor Central (Mordisco). Y en todo el país, el ELN entrará en confrontación con el EGC.


La característica común de estas confrontaciones será la misma: los grupos armados no distinguirán entre civiles y combatientes. Es una guerra sostenida a punta de asesinatos selectivos, oleadas de reclutamiento, flujos masivos de dinero y confinamientos forzados.

Estábamos advertidos. Desde 2017, el Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo había comenzado a señalar el rearme. En 2018, la respuesta a las alertas fue la misma de siempre: una pila de papeles. Lo mismo ocurrió en 2019, 2020, 2021, 2022, 2023 y 2024. No ha existido un solo año en que la respuesta del país a estas alertas haya sido algo distinto a un intercambio epistolar entre entidades públicas. Oficio va, oficio viene; lo importante para el funcionario es demostrar que algo —cualquier cosa— se hizo en el papel para evitar sanciones de la Procuraduría. Especialmente, ningún Ministro del Interior desde el gobierno Santos hasta el de Petro ha movido un dedo para darle importancia a la prevención.


Lo que sí hemos tenido desde entonces es una infame “echada de pelota” de un lado al otro de la cancha. De alcaldías con pocos recursos y nula capacidad de enfrentar a un grupo armado al gobierno nacional, más interesado en gobernar “la política” que el territorio; y del gobierno nacional, cuya presencia territorial es costosa e ineficiente, a alcaldías y gobernaciones que, a fuerza de costumbre, aprendieron a hacer la vista gorda frente a los problemas de la gente. Especialmente en cuanto a violaciones de derechos humanos. Y en esto, los tres últimos gobiernos tienen una profunda responsabilidad.


Mientras tanto, desde este lado, el de la sociedad civil, también hemos pecado de hacer eco a la personalización de la agenda. Tanto así, que gastamos energía en análisis tan precarios que solo conducen a conclusiones del tipo: Petro sí, Duque no, o viceversa. Y en este momento, lo que nos corresponde es hacernos las preguntas correctas. Personalmente, la que me ha desvelado recientemente es la siguiente: ¿Si, tal y como lo han demostrado los datos, análisis e informes de inteligencia, los grupos armados en Colombia crecen de igual forma en la paz y en la guerra —es decir, con negociaciones o sin ellas—, qué estamos haciendo mal como sociedad? Probablemente, la respuesta a esta pregunta nos ayude a guiarnos por el camino correcto. Quién quita, tal vez incluso nos dé luces para ese esquivo acuerdo nacional.

 

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