Por: Guillermo Linero Montes

El presidente Gustavo Petro, ha pedido al pueblo, especialmente a los jóvenes y a los campesinos, manifestarse públicamente en contra de quienes se oponen a las reformas. Reformas que el pueblo, al haber elegido su programa de gobierno, espera verlas en marcha en el periodo de su mandato. Desafortunadamente, como lo ha dicho el mismo presidente: “de las reformas que se han presentado, solo una ha pasado al Congreso y ya piensan tumbarla en la Corte, y las otras están perversamente estancadas en el Congreso”.
La reforma pensional, por ejemplo, se encuentra demandada en la Corte Constitucional, y llama la atención de tal demanda la descarada infamia de quienes la presentaron, pienso en la senadora Paloma Valencia, pues no cabe en la mente que este tipo de personajes, cuyo salario es de media centena de millones, se opongan a que los ancianos pobres y sin pensión reciban 230 mil pesos. Una cifra menor a lo que la senadora Valencia pagaría de salir con su familia a una cena.
Aun así, pese a que obstruir el desarrollo de las reformas sea desnaturalizado y muy inconsecuente con los fundamentos de la democracia, los presidentes anteriores a Petro, gobernaron bajo el imaginario de haber sido elegidos gracias a los votos de sus familiares, de sus copartidarios y, principalmente, gracias a los votos de sus “verdaderos jefes políticos” quienes, a la sombra de la política, ejercen mucho poder sobre “la organización”. Entendida esta, específicamente como el orden jerárquico de las sociedades, tal y como es comprendida en derecho constitucional, en ciencias políticas y en administración empresarial.
Dicho poder, el los políticos a la sombra, al igual al definido por Weber, solo significa dominación. Para el filósofo, o mejor, para el científico social de Alemania, ese poder consiste en “la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social aún contra toda resistencia y cualquiera sea el fundamento de su probabilidad”[1].
A esos “jefes políticos”, antes invisibilizados en la escena sociopolítica del país, los colombianos los discriminan hoy fácilmente bajo el nombre de régimen, del cual hacen parte los oligarcas (los oligarcas empresariales) y no hay la menor duda acerca de que por intermedio de los “grupos de presión” (grupos de intereses particulares) y por intermedio de sus “lobbies” (ciudadanos y ciudadanas que desde los pasillos del Congreso buscan a cambio de un sueldo de mercenario influir en las decisiones que allí se tomen) sean ellos, los “oligarcas empresariales”, quienes…, con el propósito de hacer quedar mal a este gobierno y a la hora de precisar desde su concepto moral si algo es bueno o malo…, están actuando -tal vez inconscientemente- sin escrúpulos ni talante ético. Y no es porque odien al presidente Petro, que lo odian, sino porque, en ese supuesto estado de inconsciencia, aman la corrupción y la barbarie.
En efecto, al ocupar el solio presidencial, lo primero que hacían los gobernantes anteriores al presidente actual, y porque únicamente los habían usado de señuelos, era olvidar con desenfado dictatorial los programas y los cambios prometidos en campaña. En contrario y con mucha deslealtad y desobediencia al “poder popular”, se empeñaban en concebir mecánicas, limpias o non sanctas, para enriquecer a sus familiares, a sus copartidarios y, especialmente, a los miembros más poderosos del régimen.
De hecho, malinterpretaban a su favor la figura o modelo político de la democracia, cuyo nombre la describe inequívocamente, y del mismo modo desatendían la lógica y el sentido común que indican sin defecto lo que es bien sabido desde la antigüedad: que el poder del pueblo no le es dado a Julio, a Paloma, a María, a Félix, a Miguel, a Victoria, a Daniel, a Carlos…, o a Fernanda; no, el poder no le fue dado a todos los votantes, excepto a uno: al elegido por la mayoría de los ciudadanos para que personifique al pueblo entero y actúe en su nombre.
En consecuencia, si en las elecciones del 2022 (sin comprar votos, sin constreñir a las poblaciones de las regiones apartadas, y sin las consuetudinarias trampas de oscuros funcionarios de la registraduría nacional) el candidato Gustavo Petro fue elegido por mayorías electorales. Y si hoy ejerce como presidente de todos los colombianos, fue por voluntad del pueblo, que vio urgente y necesario para Colombia, la elección de un gobernante capaz de hacer (o “hacer cumplir”) lo prometido en su campaña electoral.
No otro es el sentido de la democracia: que el pueblo pueda llevar a cabo sus propuestas de cambio, máxime si estas fueron sometidas a una disputa en franca lid contra distintas propuestas. De ahí la razón de ser del poder popular, que es la capacidad connatural de los pueblos para autogobernarse, para ejercer con plenitud la soberanía, y para decidir en los asuntos políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales, trazados en el programa político elegido.
Cuando se trata de saber ¿quién es el elegido y qué debe hacer? la democracia concebida por Solón y desarrollada desde entonces hasta ahora por filósofos y pensadores dignos de credibilidad, explica que el gobierno es del pueblo y su representante político es uno solo: el mandatario, que deberá cumplir con la realización de lo establecido en los cambios y reformas que el pueblo votó en las urnas.
La tarea para todos los colombianos, no importa que algunos sean uribistas, otros de centro y otros de derecha o extrema derecha o de izquierda o de extrema izquierda, es trabajar juntos, y buscar la mejor manera de llevar a cabo los programas que eligió el pueblo. Y si eso no ocurre; entonces, sin que se pierda la naturaleza de la democracia, sino por el contrario para que esta se consolide, el pueblo debe ser capaz de manifestarse y exigir que ello sea así. El mandato popular simbólicamente lo detenta un presidente, pero el pueblo es quien tiene el poder real y cuando es consciente de ello -por eso entiendo al presidente que se lo recuerde a sus gobernados- lo usa haciéndose respetar.
En la democracia verdadera, la oposición política no es destructora, sino coadyuvante. Esta definición del poder de Michel Foucault lo explica mejor: “el poder no solo se transforma en autoridad, sino en sujeción por parte de quien lo pierde; en una relación de autoridad donde hay dos entes, uno que entrega su libertad y poder al otro, y este otro que se convierte en el sujeto con poder que ejercerá lo entregado por el otro…, siempre en una relación de sujeción y de obediencia”[2].
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