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Los amigos que intentaron salvar a Raúl Gómez Jattin

Por: Iván Gallo



Hubo uno en especial que se comprometió de lleno en la cruzada. El cuentista Milciades Arévalo. Lo conoció en su época de actor. Raúl Gómez Jattin era un animal bello, alto, poderoso. Era 1968 y tenía 23 años. Acababa de llegar a Bogotá a estudiar derecho en el Externado. Pero no iba a clases, iba era a los ensayos. Ese año el Teatro Colón adaptó Los funerales de la mamá grande y Raúl interpretaba a un soldado. Era apenas el primer paso de una carrera que podría haber sido prominente. Pero era absolutamente contradictorio que Raúl pudiera estar encerrado en los rígidos horarios del teatro. Lo intentó igual. Le gustaba.

Otro de sus amigos, Roberto Burgos Cantor, fue a otra de sus presentaciones, una adaptación del cuento de Álvaro Cepeda Samudio Las muñecas que hace Juana no tienen ojos. Una experiencia alucinada. Fue el debut y también fue el final de la temporada. Recuerda Burgos Cantor: “Al momento de acabar, el telón abajo, los aplausos en el aire, el asombro en los rostros, una nutrida ráfaga de bolas de naftalina se desgaja sobre los espectadores, rebotan en el cuerpo, golpean las sillas, ruedan por el suelo. Un olor de encierro preservado inunda el ambiente. En ese instante los espectadores quedamos encerrados en el armario en el que el director convirtió al mundo, él pone un candado y se pierde del escenario”.


Con la misma determinación con la que Rimbaud se fue al Saer, Raúl regresa a Cereté. Se encierra en su vieja casa paterna ubicada en la calle Cartagenita. Su papá, Joaquín Pablo Gópez Reynero es un abogado que adoraba a su hijo. Lo dejó ser. Tenía lo más bello que un niño puede encontrar en Cereté: una biblioteca llena de novelas. Salgari, Verne, una edición de Las mil y una noches que él nunca volvió a ver pero que lo transformaría para siempre. Cuenta, en este documental que publicamos a continuación, dirigido por Roberto Triana en 1995, que se metía debajo de la cama a leer un libro que había sido prohibido por su exuberancia erótica. Miedos pendejos. Gómez Reynero adoraba que su hijo leyera. Nunca incluso le hizo un reproche por haber abandonado sus estudios de derecho en Bogotá. Que ha de ser lo que fuera. Cuando su padre murió, en el entierro, Raúl tuvo uno de sus ataques y se aferró al féretro y no lo quería dejar bajar



Su mamá se llamaba Lola Jattin, también la quiso “a pesar de que lo trajo al mundo”. A la que odió fue a su abuela. El poema está en la primera parte de sus Retratos, se llama Abuela oriental


A esa abuela ensoñada

venida de Constantinopla

A esa mujer malvada

que esquilmaba el pan

A ese monstruo mitológico

con un vientre crecido

como una cabeza gigante

Yo la odié en la niñez


A esa casa en Cereté regresa Gómez Jattin después de que todos han muerto. Una casa llena de fantasmas. Hasta allá va Milciades Arévalo a mediados de los años ochenta a rescatarlo. Muchos afirman que fue Milciades el que descubrió a Gómez Jattin pero él mismo, honesto practicante, aclara que fue Juan Manuel Ponce quien en 1980 publicó sus primeros poemas en una edición que hoy debe valer oro. Gómez Jattin sólo publicó por primera vez a los 35 años y eso que su padre le había dicho cuando tenía seis años que estaba claro que su destino iba a ser escribir.


Milciades toca la puerta y sale el gigante en sandalias, con su cara de árabe ya sin pelo en la cabeza. La casa está completamente vacía e incluso se le ha arrancado algunos tablones al piso. En las paredes aparece compulsivamente escrita el nombre una y otra vez de Lola Jattin. Está lúcido. Hablan de poesía. Gómez Jattin quiere regresar a Bogotá. Salen. Caminan por las calles de Cereté, las mismas donde el poeta, en sus desvaríos, ha sido detenido por hacerlo desnudo. Compran una botella de vino. Milciades se sube al bus de regreso a la capital. Lleva un cataparcio con la obra del poeta. Promete regar por el mundo su evangelio. Lo hace. Antes de despedirse Gómez Jattin, como si fuera un niño, le hace una confesión: “Yo quisiera ser tan popular como Celia Cruz”.




En la capital Milciades, como un apostol adicto, cumple con enviarle los versos a los principales periódicos. En entonces cuando Santiago Mutis incluye su obra en Panorama inédito de la nueva poesía colombiana, 1970-1986, salió una reseña del propio Milciades sobre su obra en el Magazín dominical. Gómez Jattin regresa a Bogotá. Sufre otra crisis, se recupera en una clínica en la calle 100 con autopista norte. Sale otra vez, se siente fuerte, ahí está Beatriz Vélez Cobo, la pintora, cuidando sus pasos. María Mercedes Carranza le da una oportunidad para que trabaje en la Casa de poesía José Asunción Silva pero los demonios son traicioneros. Una tarde se encuentra allí con Milciades, sin razón alguna le pega un puño, lo alza y lo estrella contra el andén. Tres costillas rotas. “Raúl, ¿por qué me haces esto?” Le pregunta. Y Raúl no puede contestar. Al otro día, después de insultar a María Mercedes, le rompe a piedra los vidrios de la casa de poesía.


En los breves momentos de lucidez puede construir una de las obras mas bellas de la poesía colombiana. Retratosen donde cuenta su cotidianidad en Cartagena y el Valle del Sinú, sus reinos e Hijos del tiempo, en donde no teme contarnos donde pasan las noches los jaguares con los que se divierte Moctezuma, se revela como un poeta universal. En esos breves momentos de calma es aclamado en televisión por el ex presidente López Michelsen, afirmando que es el mejor poeta vivo, muy a pesar de Álvaro Mutis, Darío Jaramillo Agudelo, otro de sus amigos incondicionales, le da la oportunidad, después de regresar de una cura de reposo en Cuba, en 1995, de hacer talleres de poesía en el Banco de la República de Cartagena. Hernán Vargascarreño lo deja quedar unos días en su apartamento en Santa Marta. Pero la locura se ha ensañado contra él. Y aunque diga en esta entrevista que le hacen en una clínica San Pablo en Cartagena que la locura es su inspiración, se puede afirmar que Raúl Gómez Jattin escribió a pesar de esa enfermedad horrible.


El 23 de mayo de 1997 se levantó contento. Se bañó y se puso sus mejores ropas. Dejó escrito en un papel el que sería su último poema, y caminó por el sector de la India Catalina. Un repartido de periódicos pudo ver como el poeta se le arrojaba a un bus. Tenía 52 años.

Esta entrevista de 1992, muestra al poeta en un intervalo entre la lucidez y la locura. Allí siempre lo trataron como lo que era: un ángel caído al que no se le podía juzgar, tan sólo darle amor:




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