Por: Iván Gallo - Editor de Contenidos

Fue por una desgracia que Gabriel García Márquez terminó convertido en periodista. Estudiaba en la Universidad Nacional Derecho, más por complacer a su papá que por ser consecuente con alguna vocación. Entonces, el 9 de abril de 1948, Juan Roa Sierra disparó sobre Jorge Eliecer Gaitán mientras este salía de su oficina de la carrera séptima a la 1:05 de la tarde. Gaitán era el líder máximo del partido liberal y poseía un discurso de pasión incendiaria. Le había dejado claro a sus seguidores que el único camino que quedaba si la oligarquía decidía matarlo era vengarse. Y eso hicieron. Estalló una revuelta en la capital que fue conocida como el Bogotazo. En sus memorias, Vivir para contarla, cuenta como estuvo justamente a esa hora y en ese lugar cuando dispararon sobre Gaitán y la historia de Colombia cambiaría para siempre. García Márquez tenía la suerte del cronista, el universo conspiraba a su favor y pudo ver incluso como un posible segundo atacante se fue huyendo en un auto que lo recogió mientras la turba destrozaba el cuerpo de Roa Sierra. El punto es que los incendios se sucedían en la capital. Bogotá ardía y la casa donde pagaba un cuarto el joven Gabo fue condenada a las cenizas. Allí perdió el futuro premio Nobel no sólo su ropa sino su máquina de escribir. Todo lo que tenía en este mundo. Así que con una mano adelante y otra atrás, el periodista regresa a la Costa derrotado.
Por presión de su familia es obligado a matricularse en la universidad en la facultad de Derecho pero ya no tenía ganas de mentir. Quería escribir, dedicarse a eso. En Cartagena se encontró con el escritor Manuel Zapata Olivella quien le presenta a Clemente Manuel Zabala, el primer director que tuvo el diario el Universal y por una miseria -es que no le alcanzaba ni siquiera para pagar un cuarto de hotel- empezó a escribir. Su primera columna se publicó, según lo recuerda Hector Abad Faciolince, se publicó el 21 de mayo de 1948. La columna se llamaba “Punto y aparte”. A pesar de todas las penalidades económicas Gabriel siempre reconoció en Clemente como uno de sus grandes maestros del periodismo. Igual, en el Universal no iba a durar mucho. Se reventó la cuerda económica y el joven periodista tuvo que irse a su casa familiar ubicada en Sucre. Fue la última vez que viviría con sus papás. Tenía 23 años y ganas de cambiar el mundo. Así que aceptó una oferta del Heraldo en donde recaería en 1950. Tendría una columna semanal llamada la Jirafa, en honor a su querida Mercedes y tenía también un seudónimo, el de Septimus, que resultaría siendo un homenaje a una de sus idolatradas novelistas, Virginia Wolff.
En Barranquilla, en esos años, los mismos amigos que le decían “Trapoloco” por la manera arrebatada de vestirse, serían los que fundamentarían las lecturas sobre las que construiría la base de su obra: Faulkner, Hemingway, la “vieja” Virginia y Dos Passos. Sus ingresos en el Heraldo aumentarían considerablemente, recibía 3 pesos por columna, 2 pesos por noticia y 4 por editorial. Como recuerda Hector Abad en su artículo El feliz mamagallista desdichado este es un salario que no está nada mal teniendo en cuenta que la botella de whisky en 1950 costaba 15 pesos. Eso si, llegaban de contrabando.
Gabo revolucionaría el periodismo en Colombia tanto en el Heraldo como después a su regreso en Bogotá en donde pasaría a formar parte de El Espectador. Una de sus crónicas se convirtió en la pieza maestra de lo que después se llamaría “literatura de no ficción” en Latinoamérica y es el Relato de un Náufrago. Como periodista çonocería la Cortina de Hierro, iría a la URSS, luego se quedaría varado en París mientras era corresponsal en Europa de El Espectador, justo cuando al general Rojas Pinilla, quien mandaba con su puño de hierro en el país, decidió cerrar el periódico. Allí aguantaría hambre, escribiría El coronel no tiene quien le escriba y conocería a uno de los amores de su vida, Tacha Quintanar, regresaría a sudamérica a trabajar con su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en la prensa venezolana, presenciaría la huida del dictador Pérez Jiménez -siempre está en los momentos oportunos- y se iría a Cuba, insuflado por los aires de la Revolución, a trabajar en Prensa Latina. Y luego, en México, conocería la gloria gracias a la persistencia que tuvo en terminar La casa, una vieja novela en donde se agolpan sus fantasmas y que después se conocería como Cien años de soledad.
El resto es la gloria aunque claro que volvería a ese viejo vicio del periodismo. Pero eso es un tema para una próxima columna.
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