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Los años en los que Medellín era un campo de guerra

Por: Redacción Pares




En la semana que termina se dio un rato relevante: en el último año se registraron 6.809 asesinatos. Una de las razones- en la que incluso está de acuerdo la secretaría de seguridad de Medellín- de esta baja tiene que ver con la coordinación y efectividad con la que está actuando la mesa de negociación del gobierno con las agrupaciones urbanas armadas.

 

Este es uno de los números más bajos desde finales de los años setenta. A partir de ese momento empezaron a aparecer en barrios como el Poblado unos personajes con maletadas de dinero en efectivo dispuestos a comprar casas y apartamentos kilométricos. “La gente bien” de Medellín se asombraba, ¿De dónde habían salido estas personas? Les empezaron a llamar con el nombre de “Los Mágicos” porque en realidad no se sabía de dónde sacaban las carretadas de plata. Era, por supuesto, la simiente del cartel de Medellín. El capo más importante de todos fue Pablo Escobar. Pero debajo de él surgían ramificaciones de otras bandas y narcos que iban reclutando en las comunas de la ciudad muchachos capaces de hacer cualquier cosa con tal de ganar lo suficiente para poderse comprar los tenis de moda o la última motocicleta. Los sicarios fueron descritos por el gran cronista y cineasta Víctor Gaviria en textos periodísticos que rozaban la poesía como “Pelaíto que no valía nada” en donde contaba el día a día de esos muchachos condenados a empuñar un arma como la única manera para ganarse la vida, para salir de pobres. Medellín sufría una epidemia desde 1984 llamada la de Plomonía. Fue desde marzo de 1984, cuando, acosado por las acusaciones -cargadas de pruebas- por parte del entonces ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla, Pablo Escobar, quien hasta ese momento aún pretendía llegar al poder y limpiar su fortuna a partir de la política, decidió extremar sus medidas.

 

En 1983 Escobar había tenido el descaro de haber sido congresista. Fue suplente de un Representante a la Cámara y dentro del partido Liberal tenía aliados poderosos como el elocuente senador Santofimio Botero. Su hacienda Nápoles era el lugar en el que se reunían políticos, periodistas y hasta personajes de la farándula nacional que se dejaban agazajar por un personaje que muchos sabían era turbio. Pero fue Lara Bonilla quien decide lanzarse, de manera temeraria, a desenmascarar al monstruo. En plena sesión en el congreso expone los lazos de Escobar con la mafia. La respuesta del capo fue mandarlo a asesinar. A partir de allí arranca la guerra de los carteles contra el Estado. Aunque ciudades como Bogotá también fueron escenarios de guerra, el epicentro de la violencia fue Medellin.

 

Para el año 1990 las urgencias del hospital San Vicente de Paul tenía la actividad de un hospital de guerra. No sólo era la cantidad de heridos de bala que llegaban a este lugar sino que era usual que en cualquier momento del día llegaran sicarios a rematar a los que se recuperaban. En 1990 fueron asesinados en la capital de Antioquia 5.444 personas presentando un incremento del 34% con respecto a 1989. Ese año quedó claro que Pablo Escobar no era el dueño exclusivo del terror: en una discoteca de El Poblado llamada Oporto 27 muchachos fueron masacrados. Más de treinta años después familiares de las víctimas afirman que detrás de este asesinato estuvieron vinculados miembros del Bloque de Búsqueda. Los grandes medios le atribuyeron en su momento esta masacre a Pablo Escobar. La estrategia era ensuciar en la opinión pública al capo. Había que hacer cualquier cosa -al menos eso pensaba el Estado- con tal de frenarlo.

 

 Sin embargo el peor año de la historia de la ciudad fue 1991. Si esculcamos los titulares de El Colombiano, tal y como lo reseñó en su momento el portal Universo Centro, en los primeros dos días de enero fueron asesinados cinco policías, tres de ellos pertenecientes al F-2. La ciudad llegó a un pico tenebroso: 6.809 homicidios. Algunos de ellos fueron tan violentos como el carro bomba que explotó saliendo de la plaza de toros de La Macarena, ocurrida el 16 de febrero de 1991 en donde murieron 26 personas después de que explotaran 200 kilos de dinamita.

 

La violencia no daba tregua. Escobar había soltado a sus perros de presa, la banda los Priscos y el temible sicario que se conocía con el sobrenombre de Tyson. Ségún el artículo de Universo Centro en las primeras tres semanas de enero de 1991 fueron robados trescientos millones de pesos en asaltos de bancos, y secuestraron a nueve personas. En ese momento Escobar decidió financiar su guerra contra el estado chantajeando a sus propios socios. Nadie estaba a salvo de él, ni siquiera los mafiosos que le servían.

 

Escobar estaba dispuesto a hacer arrodillar al gobierno de César Gaviria. Lo consiguió, sometiéndose a la justicia no sin antes crear una cárcel-resort hecha a la medida de sus necesidades. Así empezó otro capítulo vergonzoso de la justicia colombiana, la de la Catedral. Allí recibía prostitutas y se enfiestaba con los jugadores de la selección Colombia. Los índices de violencia de Medellín no bajaron ni con su detención ni con su muerte en diciembre de 1993. Después vendría Don Berna, La Oficina, Douglas, Tom y Popeye.

 

Ahora, mientras Fico y Petro se atribuyen el bajonazo del indice de homocidios -10 por cada 10 mil habitantes-, lo más importante es que Medellín ha vuelto a respirar un aire que no flotaba desde los años setenta, antes de que aparecieran “Los mágicos” y sus maldiciones.

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