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Los años más tristes de Gabo: cuando ya no se acordaba ni de su nombre

Por: Iván Gallo


Foto tomada de: Opinión Caribe


Todo este artículo se lo debo a Guillermo Angulo, el amigo íntimo de Gabo, el que conoció en Roma en 1955, cuando era un estudiante de cine que a veces tenía que rebuscarse entre la basura algún sándwich a medio comer, que lo disfrutó en la cumbre, en diciembre de 1982, fecha en la que los suecos le entregaron el Nobel en Estocolmo y que lo vio apagarse en la primera década de este siglo.


La primera laguna mental de Gabo fue en una feria del libro de Guadalajara. Todos tenemos lagunas breves, en donde no podemos encontrar las llaves del carro o no sabemos por qué tenemos dos vasos de agua idénticos en la mesa de noche. Pero esa primera señal de la enfermedad en Gabo fue serio, asustador. Estaba en una mesa, hablando de su obra, cuando de repente no supo qué estaba haciendo ahí ni quienes eran las personas que estaban al frente suyo. Fiel a Fidel Castro los primeros especialistas que vio fueron los doctores de La Habana. Le dieron una palmadita en la espalda “No es nada, a los genios no les pasa estas cosas” y le hicieron un tratamiento que no ayudó.


Porque la enfermedad del olvido se comió muy rápido a Gabriel García Márquez. Él, que tanto miedo le tenía a esa vaina, terminó siendo una víctima más de las que cayeron en la peste del olvido que arrasó a Macondo. Lo sorprendió justo cuando estaba escribiendo sus memorias. Sólo escribió una parte de la que tenía pactada con la editorial Norma. Igual, fue la parte más importante. Le decía a su hijo Rodrigo que las cosas más importantes de su vida le habían pasado hasta los ocho años. A esa edad perdió al hombre que más lo influyó, su abuelo, el general Nicolás Márquez, el viejo guerrero que se encerraba en un taller de orfebrería a hacer pescaditos de oro.


No quería que Vivir para la contarla se convirtiera en una sucesión de relatos sobre los pormenores de cenas con Muhammad Alí, Robert de Niro y Sergio Leone en Italia o la tarde que fue a Madrid a ver toros con Roman Polanski. Vivir para contarla, fue la última obra que escribió antes de que la enfermedad lo borrara.


Guillermo Angulo lo vio en el 2009, cinco años antes de su muerte, en Cartagena. Ya sabía de sus lagunas mentales pero no sabía que su amigo estaba tan enfermo hasta que le hizo cinco veces la misma pregunta ¿Cuándo llegaste? Sus hijos y Mercedes Barcha cuidaron bien que la escabrosa prensa mexicana y colombiana no supiera de las angustias del genio. Unos pocos buenos amigos conservaron ese secreto. Poco después de ganar las elecciones presidenciales del 2010, Juan Manuel Santos y su asistente Cristina Plazas, fueron hasta la casa del escritor en Jardines del Pedregal, en Ciudad de México. La idea era grabar un video, el encuentro entre los dos amigos. Pero Gabo ya estaba ausente, silencioso, triste. Ya no era el gozador que sabía, como nadie, atender en su casa a los amigos que él quería ver.


Ante los primeros síntomas Gabo se asustó. La memoria es la materia prima con la que trabaja un escritor. No recordar es no escribir más. Se necesita de memoria para ordenar los pensamientos, los datos. Tenía 75 años y la fuerza suficiente para poder escribir sus memorias y cinco libros más. Su acto reflejo fue hacer lo que nunca había hecho: leer su obra. Creía que si releía uno de sus libros podría encontrar tantos errores que ya no volvería a escribir más. Cuando ya había perdido la batalla leía asombrado párrafos enteros del Otoño del patriarca y murmuraba : “este carajo sí que sabe escribir”.


Poco después de su cumpleaños 87 Gabo fue avasallado por una pulmonía. Los médicos que lo atendieron le dijeron a Mercedes y a Rodrigo, su hijo mayor, que podrían alargar su vida sólo con tratamientos tan agresivos como la quimioterapia, porque lo más seguro es que tuviera cáncer de pulmón. Lo mejor sería que se fuera a su casa, a estar cómodo y en paz. Gabo lo olvidó todo menos los poemas del Siglo de Oro español y las canciones de Leandro Díaz y Rafael Escalona, que retumbaban a todo volumen en su cuarto.


Rodrigo llamó a Guillermo Angulo el 15 de abril del 2014. “Está muy mal”- le dijo. Era semana santa plena. El cineasta Alessandro Angulo le consiguió los pasajes para México. “Vete a despedirte de tu amigo”. Cuando Angulo llegó a la casa del Nobel, muy temprano el 17 de abril, Viernes Santo, Rodrigo le abrió la puerta y le dijo que su amigo había partido. “Qué bueno que llegaste Anguleto, que así la tristeza está más repartida”. Gabo dejó este mundo ese día pero sin memoria había partido hace rato. Fue muy duro esos últimos años en donde no pudo escribir.


La tristeza es un escritor que no pueda contar sus historias.

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