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Foto del escritorGermán Valencia

Los nuevos Diógenes habitantes de calle

Por: Germán Valencia

Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia



La realidad y percepción sobre el habitante de calle ha cambiado mucho en la historia de la humanidad. Pasó de ser un ciudadano, en igualdad de condiciones al resto de la sociedad en la antigua Grecia, a ser considerado hoy como un bicho raro, un miembro disfuncional, al que casi nadie quiere y al que las autoridades buscan para invisibilizar o desplazar a otros territorios.

 

Este contraste es evidente al revisar la vida de Diógenes “el Perro”, quien vivió a mediados del siglo tercero antes de nuestra era en varias ciudades-Estado griegas —como Sinope, Corinto y Atenas—. Como nos lo recuerda su biógrafo homónimo Diógenes Laercio, en el texto “Vidas de filósofos ilustres”, este fue un hombre sin hogar, o en la terminología actual, un habitante permanente en situación de calle.

 

Diógenes fue un personaje odiado por los reyes y miembros de la clase alta, debido a su extravagancia, mordaz crítica y gestos escandalosos; pero también una persona bastante admirada y respetada por los habitantes de las polis. Quienes lo adulaban lo hacían basados en la determinación que tuvo este ciudadano griego para rechazar todo tipo de bienes materiales y placeres sensuales; y asumir, desde su posición de pobreza, una férrea defensa de la vida en libertad.

 

Nuestro personaje a pesar de ser hijo de un banquero, decidió, luego del destierro al que fue sometido, tener una vida sencilla y rodeada de pocas posesiones. Vivió en un incómodo barril —idea en la que se inspiró el humorista mexicano Roberto Gómez Bolaños para construir el icónico personaje del Chavo del Ocho—. Y fue buscado por filósofos y emperadores para compartir una buena conversación y debatir algunas de sus ideas.

 

Entre las múltiples historias que se tejen en torno a su figura se encuentra la visita que le hizo el emperador griego Alejandro Magno. Este quiso conocerlo personalmente y ofrecerle un regalo —el que pidiera— como forma de agradecerle por la tenacidad como actuaba y vivía. Propuesta a la cual Diógenes le respondió: “Por supuesto. No seré yo quien te impida demostrar tu afecto hacia mí. Querría pedirte que te apartes del sol. Que sus rayos me toquen es, ahora mismo, mi más grande deseo”.

 

Hoy, por el contrario, a nuestro nuevos Diógenes habitantes de calle los reyes de la ciudad o alcaldes municipales los visitan para censurarlos y esculcarlos. A los mandatarios locales se les ve en grandes caravanas —acompañados de escuadrones de policías, hombres armados del Ejército y malacarosos funcionarios públicos— afanados por encontrar entre sus sucios harapos: armas, drogas u objetos robados.

 

El objetivo con las requisas es hallar alguna prueba que permita a las autoridades tomarlos presos o ponerlos en volquetas para desterrarlos de la ciudad. No se les trata como personas, como ciudadanos dignos de recorrer la calle; en su lugar se les considera seres repugnantes, que, debido a sus pobres ropajes y falta de aseo, no merecen más que el desprecio y el cuestionamiento de la vida que llevan.

 

Hoy la mayoría de las personas ven a los nuevos Diógenes como ladrones o agresores en potencia. Seres desarraigados que en cualquier momento y lugar pueden atentar contra sus vidas con una simple piedra o amenazarlos con una aguja infectada. Personajes míticos con los que los padres aterrorizan a los chicos que no se comportan bien. Fantasmas a los que se les puede atropellar con vehículos en la calle sin muchos cuestionamientos o castigos.

 

Este es un imaginario macabro alrededor del habitante de calle. Uno que ayudó a construir, primero, la Iglesia Católica, que durante siglos los señaló de ser almas sospechosas, que posiblemente cometieron actos aterradores, y que  su conciencia los llevaba a abandonar sus hogares y vivir en la calle. Y luego, han sido estigmatizados por las autoridades locales, que los señalan de afectar la seguridad pública y afear el espacio común.

 

Se les cuestiona por el hecho de haber elegido una vida distinta. Algunos, con plena convicción y determinación. Basados en la libertad de pensamiento, en el poder que le da la Constitución para agenciar su opción de vida buena y en el arrojo de no ser esclavo de los nuevos dioses —como el mercado, la propiedad privada y la acumulación de capital—.

 

Personas que viven en improvisados cambuches porque no quieren ser esclavos del sistema económico, obligados a trabajar día y noche, para pagar un carísimo techo. Desean llevar su casa al hombro, en un costal donde guardan sus escasas pertenencias: una cobija para dormir, un plato de plástico para comer y dos o tres objetos a los que les ha cogido especial cariño. En breve, personas que se sienten felices siendo vagabundos.

 

Otros, por el contrario, son ciudadanos que eligen la calle porque no tienen más opción. Son los desterrados de hogares disfuncionales, abusados y violentados por sus propios familiares. Personas con graves deterioros de salud mental, que luego de la pandemia han visto cómo su mundo se les oscurece aún más. O simplemente, adictos consumidores de drogas, que están atrapados en la dimensión desconocida de las sustancias psicoactivas.

 

La mayoría de ellos son jóvenes entre 15 y 17 años, aunque los hay más jóvenes. También, extranjeros nómadas, expulsados de sus patrias y condenados al destierro. Los hay adictos a las drogas, que luchan sin éxito cada noche para decirle no a las bandas criminales dedicadas al microtráfico. Y finalmente, personas excluidas y marginadas por la sociedad, muchas de ellas víctimas desplazadas por la violencia, que no cuentan con oportunidades laborales.

 

En este escenario, lo más seguro es que si se topan con un habitante en situación de calle, no encontrarán a un Diógenes con el cual entablar una interesante discusión. Pero si hallarán a seres humanos que tienen deseos de vivir en libertad, que se levantan todos los días con ganas de seguir adelante y agradecidos con la vida por tener un mísero plato de comida o un pan en sus sucias manos.

 

Personas que a pesar de sus problemas de salud mental, son conscientes, por lo general, de que habitan una ciudad y que tienen normas sociales que respetar. Habitantes que muchas veces se ven obligados a actuar de forma indebida presionados por una banda delincuencial que le ofrece, a cambio de su mala acción, una papeleta de basuco o un frasco de pegante.

 

De allí que la propuesta como ciudadanía es defender los derechos de las personas que habitan la calle. A que se le respete su deseo de querer ser un “ciudadano del mundo”, como se percibía Diógenes. Una persona que, bien puede decidir entre buscar el desarrollo de su vida en el espacio público o bien reincorporarse a vivir en hogares formalizados. En todo caso habrá que luchar para que, en la casa o en la calle, se le ofrezcan oportunidades y condiciones para hacer efectivo sus derechos.

 

* Esta columna es resultado de las dinámicas académicas del Grupo de Investigación Hegemonía, Guerras y Conflicto del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia.

** Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.

 



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