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Foto del escritorGuillermo Linero

Pagar para no matar

Por: Guillermo Linero Montes

Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda


Al escuchar la frase que da título a esta columna –expresada por el presidente Gustavo Petro en la promoción de un programa de asistencia social para los jóvenes– recordé a ciertas personas que, embuchadas de viandas y pescados, no vacilan en profesar que “no hay que dar el pescado, sino enseñar a pescar”, interpretando a rajatabla un proverbio chino tan antiguo como insensato: “regala un pescado a un hombre y le darás alimento para un día, enséñale a pescar y lo alimentarás para el resto de su vida”.


Y pienso en esas personas porque, al tomar como ciertas las buenas intenciones de tal proverbio, desconocen cómo para dedicarse al oficio de la pesca, primero hay que estar bien alimentado, bien nutrido. No en vano al oficio de los pescadores se le denomina faena, porque implica exigencias físicas y mentales. Exigencias físicas, porque al requerir esfuerzo corporal el pescador debe estar bien alimentado para asumirla; y exigencias mentales, porque quien la comete debe tener –desde el sentido común y desde la misma experiencia consuetudinaria– un conocimiento acerca de cómo realizarla.


De manera que, vistas las cosas en un contexto de objetividad, lo coherente es concluir que debe darse primero el pescado, para asegurarnos que quien lo consuma pueda desarrollar eficazmente la faena. Pero, como el asunto en cuestión ocurre indefectiblemente en un contexto económico en el que no importa si alguien tiene alimentos o no, sino lo que importa es que tenga un trabajo que se los provea, entonces, a ese a quien se le da el pescado para que aprenda a pescar con las fuerzas requeridas hay que darle también un bote, un chinchorro, algunos anzuelos, una porción de carnadas, una lámpara para la luz de los fanales y un termo para el café. Sin ese conjunto de utensilios y accesorios, la pesca se le convertiría más que en una ardua faena, en un ejercicio imposible de realizar (de hecho, pescar es más complicado que soplar botellas).


De modo que, para suplir esas exigencias del oficio de pescar, como estar bien alimentado, debidamente instruido en la faena y poseer los utensilios y accesorios necesarios, sólo haría falta la voluntad de quienes tienen con qué proporcionar el pescado, dar la instrucción y proveer el equipo de pesca. En los tiempos de las monarquías, el propio rey –recordemos a Luis XIV y su célebre frase “El Estado soy yo” – era quien tenía el poder de asegurarles el pescado a cada súbdito.


En el presente, en los tiempos de las democracias en las que el Estado es el pueblo, les corresponde a sus elegidos como administradores –a los gobernantes y presidentes– asegurar la solución del mentado dilema: dar el pescado (subsidio de alimento escolar), proporcionar instrucción (educación pública gratuita) y garantizar la eficacia de la faena (proporcionando los medios para la producción).


Con todo, valga decir que los reyes medievales no se inquietaban por darle de comer o por enseñar a nadie. Les bastaba con asegurarse que en su mesa no faltarían las viandas y los pescados. Por eso los historiadores, los sociólogos y los escritores, han hecho evidente el relato de cómo en los tiempos monárquicos, los jóvenes para sobrevivir, para dejar de ser pobres y conseguir un pescado para alimentarse, preferían apostarle a la trampa, al acto reflejo que se activa cuando alguien se encuentra en una extrema situación de sobrevivencia (pienso ahora en estas líneas de Héctor Abad Faciolince: “En la España literaria de los siglos XVI y XVII, el pobre, para sobrevivir, se iba de pícaro. En la Antioquia literaria de finales del siglo XX, el pobre, para salir de pobre, se mete de sicario”.


Una conducta que, por estar ligada a la naturaleza del ser, pareciera lícita, como justamente el derecho penal lo comprende, al proteger a quien mata a otro en legítima defensa; es decir, amparando su propia vida, sobreviviendo. En tal contexto, en la Edad Media, resultaba muy difícil juzgar moralmente a los pícaros, como también es muy difícil juzgar hoy a los sicarios de Medellín o de Colombia; porque, siendo pobres –sin pescado, sin formación en el oficio de la pesca y sin equipo de trabajo– han encontrado en el sicariato una manera expedita de dejar de serlo.


Los sicarios de hoy y los pícaros de la Edad Media tienen de común la extrema pobreza, pero también el entendimiento natural anómalo de cómo para salir de pobres, cuando está en juego la sobrevivencia, resulta mejor la inmediatez de la picaresca, en el caso de los jóvenes truhanes de los tiempos monárquicos, y de la “sicaresca” en el caso de nuestros asesinos a sueldo. De manera que, si volvemos a la esencia del proverbio chino, podemos observar efectivamente que buena parte de esos jóvenes a quienes sus gobernantes –rey o Estado– les negaron el pescado y tampoco les enseñaron a pescar ni les proveyeron de instrumentos de producción, terminaron eligiendo caminos non sancto, distintos a los ofrecidos por un sistema estatal decente, y en respuesta se la jugaron a las conductas que implican quitarle la vida a otros.


No en vano, la sociedad provista de conciencia moral y los jueces en su sana crítica, también consideran a estos jóvenes delincuentes como víctimas de un contexto de sobrevivencia, forjado por la absoluta pobreza, forjado por un Estado que se ha despreocupado de sus necesidades; por un Estado que no les ha dado a sus pobladores soberanos el pescado, que no les ha proporcionado instrucciones para pescar, y que no les ha provisto de los instrumentos de producción; pero, en cambio, les exige miserablemente que no falte el pescado en las mesas de los gobernantes.


De manera que si hay una conclusión básica acerca de cómo hacer para acabar con esa tradición en la que los jóvenes matan por un sueldo, es la siguiente pregunta: ¿por qué no podemos conseguir que ocurra a la inversa, que los jóvenes reciban un sueldo por no matar? Sea como fuere, mientras a los pobres no se les instruya en el arte de la pesca, mientras no se les proporcione el bote, ni los anzuelos, ni las carnadas, ni los utensilios, ni los accesorios y la lámpara para la luz de los fanales, entonces, no podemos decir que ha comenzado el verdadero progreso; porque, para que ello ocurra, infortunada o afortunadamente, hay que empezar dándoles a los jóvenes el pescado y, sobre todo, hay que comenzar pagándoles para que dejen de ser pobres, para que bajo los efectos de la angustia por sobrevivir, no elijan ser pícaros o sicarios.


 

*Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.

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