Por: Guillermo Linero
Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda
A propósito del enfrentamiento entre el fiscal Barbosa y el presidente Petro, por causa de que este último dijo ser el jefe del primero, salieron a relucir las nociones acerca de la estructura del Estado. En efecto, siendo estos dos funcionarios representantes de dos de las tres ramas del poder, los críticos del gobierno –no todos opositores suyos– se han manifestado con el argumento de que el presidente, o mejor, la rama ejecutiva, no está por encima de ninguna de las otras dos ramas, ni de la legislativa ni de la judicial.
Eso podría considerarse una reflexión lúcida, si consideramos que el Estado de Derecho, para su funcionamiento eficaz y eficiente, ha de tener garantizada la autonomía de esos tres poderes; pues sólo así es posible el equilibrio entre ellos. Sin embargo, y de esto a menudo discuten los profesionales del derecho, los regímenes presidencialistas como el nuestro se caracterizan porque, diga lo que digan las constituciones, siempre hay espacio, por causa de efectos políticos –“actos políticos” les llamaba Locke– para que el jefe de la rama ejecutiva sea quien finalmente lleve las riendas del Estado.
Una anomalía ceñida al rótulo “jefe” con el cual se distingue al representante jerárquico de la rama ejecutiva, en calidad de suprema autoridad, pues la frase “jefe del Estado” –como nuestra constitución califica al presidente del Gobierno– desde la interpretación jurídica gramatical significa, explícita e implícitamente, que alguien dirige y manda sobre todos aquellos que participan de ese Estado. De hecho, la palabra “jefe”, según la Rae, significa en su primera acepción “persona que manda sobre otras”. Y no hay otra acepción contradictoria de ello.
Además de esa claridad gramatical –que implica la condición de subordinado que tendría el fiscal ante el jefe del Estado–, vale dar claridad sobre los hechos en cuestión y hacerlo a partir del concepto de la división de poderes. Al respecto, lo primero que un entendido descartaría de esa división de poderes, es que los tres representantes jerárquicos de sus ramas de poder, puedan ser al tiempo “jefes” con igual condición de tales.
Se trataría entonces de una figura –la de los tres jefes– semejante a otra que nada tiene que ver con la división de poderes, tal y como hoy la entendemos; es decir, discriminada en tres áreas administrativas bien determinadas: la ejecutiva, la legislativa y la judicial. Me refiero a la figura denominada Triunvirato, que los romanos, en los tiempos de su república (siglo I A.C.), crearon para resolver problemas de disputas políticas entre sectores que se sentían con derecho a imponer sus gobernantes. Así, por medio de alianzas, se puso en práctica una suerte de “pacto histórico”, para controlar el escenario político y hacerlo con supremo poder.
Otra cosa muy distinta es la división de ese poder absoluto, no para distribuírselo, sino para repartirse las tareas que permitirían el funcionamiento del Estado, en términos de garantizar la prosperidad de su población. En concordancia con este entendimiento, la división de poderes fue esbozada inicialmente por Thomás Hobbes en el año 1651. En su obra más conocida, Leviatán, Hobbes propone el desmonte del llamado “derecho natural a mandar” – exclusivo de las familias reales– y propone instaurar el derecho (entiéndase parejo a carta constitucional) como un contrato social. Lo que Rousseau redondearía años más tarde (en 1762), precisamente en su obra El Contrato Social.
Esto nos indica que, pese a esa primera división del poder público en dos ramas (división que buscaba la implementación de un modelo de gobierno democrático, para que el poder dejara de estar concentrado en el rey) y pese a los aportes de John Locke (en el siglo XVII), dicho poder, si bien dejó de entenderse como concentrado en una monarquía absoluta, pasó a ser un poder centrado en una monarquía moderada.
Más tarde, gracias a los estudios de Montesquieu, la división de las tareas en la administración del Estado se especificó, al determinarse los tres campos de acción necesarios para la estructuración de un Estado lejano del modelo monárquico, pero muy cercano al modelo advertido por Locke, denominado “monarquía constitucional”. De ahí que, por el peso de la tradición monárquica tan milenaria, aún en nuestros días, la carga de solemnidad y de liderazgo sigue centrada en el representante de la rama ejecutiva, en nuestro caso en el presidente elegido por el pueblo.
¿Y quién discute acaso que los presidentes, en el modelo político latinoamericano, no han tenido siempre primacía sobre las otras dos ramas, e incluso facultades de reyezuelos, o mejor, típicas de las monarquías constitucionales? Los constitucionalistas de nuestro país, y también los abogados estudiosos, saben las críticas que los especialistas han expuesto acerca de los ilimitados poderes del presidente.
Basta recordar, en el caso de nuestro campus académico, el ensayo del profesor Carlos Restrepo Piedrahita, escrito en 1983, que titulado Imagen del presidencialismo latinoamericano: el héroe del barroco, da cuenta de las casi ilimitadas facultades de los presidentes. Una herencia proveniente todavía de las ideas de Locke, para quien el rey debería tener un conjunto de facultades discrecionales en virtud de su prerrogativa, que el pensador inglés definió como la potestad del rey “para actuar discrecionalmente en aras del bien común, sin ceñirse a los dispuesto por el derecho e incluso en contra de él"[1].
Desde tal perspectiva, en la estructura de nuestro Estado, pese a la división de los poderes, quien manda con supremacía es única y estrictamente el presidente de la República. Que eso sea así es una anomalía de la democracia y que sea distinto es una mera utopía de los modelos democráticos. En la Constitución Política de Colombia, por ejemplo, en su artículo 115, se precisa que “el presidente de la República es jefe del Estado, jefe del gobierno y suprema autoridad administrativa”. Lo cual quiere decir, si atendemos el método jurídico de la interpretación gramatical, ya expuesto aquí, que el presidente Gustavo Petro, querámoslo o no, es la autoridad superior en nuestro país; y como jefe de estado, jefe de gobierno y suprema autoridad administrativa, es quien gerencia las actividades, todas, del Estado.
Mandato que no le impide ser respetuoso de la autonomía de las otras dos ramas y de los órganos de control; pero sí le corresponde, como suprema autoridad de esas ramas, vigilar porque sus tareas sean cumplidas. Por ejemplo, siendo el presidente el responsable de la paz, de la sana convivencia y de la vida de cada uno de los colombianos y colombianas, puede y debe hacerlo, porque así se lo autoriza la constitución, pedirle al fiscal, por ejemplo, que le rinda cuentas sobre hechos que, a su juicio, y siempre fundados en investigaciones probas, estén atentando contra el orden público, contra la sana convivencia y contra la vida de los colombianos y las colombianas.
En el presente de las ideas políticas, los historiadores e investigadores sociales saben muy bien que el poder en los tiempos monárquicos garantizó que el Estado no fuera un botín de rapiña, disputado siempre caóticamente. La democracia, que en términos de su definición primaria, es el poder en manos de muchas personas, no ha podido llevarse a cabo desde los tiempos de Solón (a quien se le ocurrió como modelo de gobierno hacia el siglo VI a.C.), sino a través de la figura de la representación. De tal manera, el pueblo no tendría que reunirse cada vez que hiciera falta una decisión administrativa, sino una sola vez, en la cual se escogería un ciudadano –por sus virtudes personales y concordancia ideológica con los deseos de su pueblo– para que decidiera en adelante, y por un tiempo determinado, en representación de todos.
De tal suerte, pensar que la suprema autoridad de un Estado está en manos de tres cabezas es desconocer el desarrollo y vigencia de la democracia participativa que le otorga –dentro del modelo de los regímenes presidencialistas–, el poder a una sola persona y no a tres, como en los tiempos del triunvirato de CneoPompeyo Magno, Cayo Julio César y Marco Licinio Craso, que duró desde el 60. a.c. hasta el 53 antes de Cristo.
[1] Joaquín Varela Suanzes-Carpegna. División de poderes y sistema de gobierno en la Gran Bretaña del siglo XVIII. En: file:///C:/Users/ACER/Downloads/division-de-poderes-y-sistema-de-gobierno-en-la-gran-bretana-del-siglo-xviii.
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