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¿Por qué no podemos comparar la maldad de Hitler con nadie?

Por: Iván Gallo Editor de Contenido


Foto tomada de: BBC



En sus últimos días en el búnker, soportando el incesante bombardeo del frente ruso, sabiendo que Berlín estaba destruído y la guerra perdida, Hitler se lamentaba de no tener, lo que él denominaba “la maldad asiática” de Stalin. Toda la culpa se la tiraba a su Estado Mayor. Desde que fundó el III Reich en 1933 Hitler desconfió de la Wermacht, el ejército alemán y la única autocrítico que hizo su carácter enfermizo fue no haber hecho una purga como la que hizo su némesis, Stalin en la Unión Soviética.

 

Este no es un concurso de quien fue más sanguinario. Las víctimas de Stalin, en treinta años al frente de la URSS, superaron los 50 millones. Desde la masacre a los Romanov, su desprecio a los judíos y su plan de aniquilamiento a los campesinos propietarios, marcan su espíritu de hiena. Pero todo lo que hizo Stalin, en su mente de sicópata, lo hizo pensando en qué era lo mejor para su país. Era un bárbaro pero respetaba el legado de su pueblo. El Fuhrer no.

 

Hitler se creía el protagonista de una ópera de Wagner. Si la guerra se perdía y él se hundía, Alemania tenía que dejar de existir. En su ego monstruoso creyó siempre que fueron las supuestas flaquezas de su pueblo y no sus errores de estrategia -entre los que se contaba haber abierto una guerra en dos frentes, con dos enemigos super poderosos como Estados Unidos y la Unión Soviética- fueron los que produjeron la humillante derrota alemana. Debajo de la cancillería del Reich, en Berlín, se llevó el último acto de esta tragicomedia.

 

En algún momento de octubre de 1941, cuando sus tropas estaban a 90 kilómetros de Moscú, Hitler creía que la guerra la ganarían los nazis. Europa estaba completamente arrodillada y los esfuerzos de Inglaterra parecían pataletas de ahogado. Dos hechos hicieron que la caprichosa diosa de la guerra se le volteara: el crudo invierno ruso y el ataque de Japón a Pearl Harbor. Estados Unidos le declaró inmediatamente la guerra al eje. Alemania nunca estuvo de acuerdo con este ataque, creía que lo mejor que podía pasarle era que Roosevelt y su gobierno se mantuviera neutral. En Estados Unidos los nazis tenían grandes aliados. Henry Ford era uno de ellos. Hoover, todopoderoso del FBI, también. Pero el ataque a Pearl Harbor movilizó a Estados Unidos hacia el enemigo común.

 

Desde entonces Alemania tenía perdida la guerra. En 1942, cuando el frente en Rusia quedó estancado en Estalingrado, ya las pocas esperanzas se habían diluido. Alemania estaba secuestrada por un loco. Cuando los rusos entraron a Polonia y vieron Auschwitz y Treblinka supieron hasta que cotas llegaba la maldad de Hitler. Acá hay otra diferencia con Stalin. Si bien los Gulag soviéticos eran abominables, no eran campos diseñados para matar gente como si sucedieron con los campos de concentración nazi, creador para aniquilar a seres humanos.

 

Si, el Holocausto no deja ninguna duda del grado de maldad de Hitler. Allí no sólo cayeron judíos sino también otras razas que él juzgaba inferiores. También comunistas y homosexuales, todo lo diferente. Pero fue el desprecio hacia su propio pueblo lo que convierte a Hitler en uno de los mandatarios más perversos de todos los tiempos. Ojalá su amor hacia su perro Blondi lo hubiera tenido con sus semejantes, incluso con los propios alemanes. Desde su búnker, donde se pegó el tiro después de casarse con Eva Braun, Hitler no demostró ninguna piedad hacia Alemania. Pudo haber detenido la sangría en 1943, cuando no tenía nada qué hacer, cuando los generales le indicaban que la derrota era inminente. Pero poner al Fuhrer al frente de la realidad era jugarse la vida. Hitler los ponía en el paredón por actitud derrotista. Cuando Hitler se suicida, el 30 de abril de 1945, Alemania estaba completamente destruida. Eso al menos lo consolaba. Un pueblo tan cobarde no merecería sobrevivir. Cuentan los pocos testigos que quedaron que, en su momento final, cuando se encerró en su cuarto para matarse junto a su esposa, desde otros salones del búnker se escuchaban los ecos de una fiesta. Hasta sus hombres más fieles estaban felices porque el ogro desaparecía. Incluso se olía el olor a cigarrillo. Hitler, vegetariano y abstemio, detestaba cualquier forma de lo que él llamaba degradación del cuerpo.

 

 Su última orden fue buscar 180 litros de gasolina y quemar su cuerpo y el de Eva Braun.  No dejarles el gusto a sus enemigos de darles un cuerpo que pudieran mostrar como un trofeo. Hacer una pira con ellos, un funeral vikingo. Así entraría en el Valhalla. En ese sacrificio lo acompañaron su ministro de propaganda, Joseph Goebbels, su esposa y sus seis hijos. Cuando los rusos entraron al búnker intentaron buscar, en vano, el cuerpo del Fuhrer. Su torpeza lo impidió.

 

Por eso resulta una exageración cuando, en tiempos modernos, alguien llama a otro mandatario “el nuevo Hitler”. La maldad del Fuhrer sólo puede compararse con la de Atila o cualquier otro bárbaro, aunque ninguno de ellos tiene documentada tantas masacres, tanto desprecio hacia la raza humana como sucede con Adolfo Hitler

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