Por: Laura Bonilla
Hace poco, en un foro, lancé una idea al público: ¿y si empezamos a separar la construcción de paz de las negociaciones con los grupos armados? Las recientes declaraciones del ELN refuerzan esta premisa: no firmarán la paz con este gobierno, y es posible que tampoco lo hagan con el siguiente. Creen que el tiempo está a su favor. Hoy, Colombia carece de herramientas ágiles para “sacarle gente a la guerra”. Mi propuesta se basa en dos puntos clave: el cierre de un ciclo de violencia y la baja representatividad actual de los grupos armados.
Primero, el cierre de un ciclo de violencia tras la salida de las FARC como guerrilla con amplio control territorial. Durante décadas, ejercieron como gobierno alterno, regulando la economía local, imponiendo normas e incluso brindando ciertos servicios. Aunque sus métodos distaban de ser democráticos o justos, tenían un propósito tangible, reflejado en el acuerdo del 2016.
Hoy, sin embargo, los grupos armados no tienen esa representación o propósito claro. El ELN, por ejemplo, plantea causas globales como la lucha contra el cambio climático y el modelo capitalista, pero mantiene una representación coercitiva, lejana a la participación libre. Sin las armas, como ellos mismos reconocen, su representatividad sería escasa. Ni hablar de grupos de creación reciente – aunque tengan tradición antigua – como la Segunda Marquetalia o las disidencias de las FARC agrupadas bajo el ala EMC – Mordisco o EMC – Calarcá. La fractura territorial de muchos de estos grupos y el esfuerzo grande que deben hacer para mantener un flujo de reclutamiento constante ha llevado a un agotamiento más que generalizado de la sociedad. Incluso para el caso de grupos como el Ejército Gaitanista (EGC) que llevan mucho más tiempo ejerciendo control territorial, los recursos para mantenerse en guerra implican reclutamientos extensivos y menos control.
Muchas de las agendas de paz ciudadana, de organizaciones sociales, de derechos humanos, comunidades campesinas, indígenas o étnicas son blancos militares de todos los armados en competencia, situación que no ha sido posible incluir de forma eficiente en ninguna de las mesas de diálogo. Por esta razón mi segundo punto es la representación. Exceptuando al ELN, que parece desinteresado en la política tradicional, otros grupos buscan legitimación para pequeñas élites armadas. Por ejemplo, los Comuneros del Sur pretenden representación directa en instituciones públicas. Sin embargo, esta legitimación se ha construido a través de la violencia, desplazando liderazgos sociales, especialmente en comunidades campesinas e indígenas. El cruel asesinato de Jimmy Rosero, personero de Cumbitara, lo ejemplifica.
La situación se agrava con otros actores como las disidencias del EMC, la Segunda Marquetalia o el EGC, que, en algunos casos, logran acuerdos informales con políticos tradicionales. Esto plantea un reto profundo: la construcción de paz no puede depender únicamente de negociar con actores que representan tan poco y que imponen su control por la fuerza.
Pero hay otro tema, tal vez más fundamental para justificar mi propuesta. Colombia tiene desde los años noventa una sociedad civil fuerte y activa que tiene ya una agenda de paz. En estas negociaciones muchos de sus representantes, especialmente comunidades indígenas y étnicas han sido blanco de la lucha por controlar territorio que es incompatible con la existencia de liderazgos democráticos y civiles. Muchas de estas organizaciones se han quejado de haber sido dejadas atrás en el propósito de afianzar aceleradamente las mesas de negociación.
Con esta argumentación, ¿qué tal si damos la vuelta a la paz e independientemente de lo que suceda con estos grupos el gobierno (probablemente el próximo) avanza en los programas y agendas de construcción de paz, descentraliza esfuerzos, los hace eficientes y además avanza en protección de organizaciones y comunidades? Manteniendo siempre la puerta abierta a quién quiera dejar la guerra, por supuesto.
Comments