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¿Qué culpa tiene Gabo de la pobreza de Aracataca?

Por: Iván Gallo



Los picós retumbaban en las esquinas de Aracataca. Era domingo, pleno día del padre y todas las licencias estaban permitidas. En el parque central los borrachos desocupaban las últimas botellas. Acá no existe la depresión del atardecer dominguero. El lunes no es real, es sólo una pesadilla lejana. Estas son las ventajas olvidadas de que el tiempo pase lento.


 Llegamos a Aracataca con el último aliento de un sol esplendoroso. Somos rolos, la depresión se nos posa en el hombro como un Rey Gallinazo, el sudor nos empapa la camisa. Nos molesta el calor y también la alegría. “Hay días más calientes” dice con orgullo Tony, un estudiante de artes plásticas de hablar pausado y ojos soñadores que se ha leído desde los siete años todos los libros de Gabo y que cada seis meses relee su obra más famosa: Cien años de soledad. Él fue nuestro guía.


Aracataca ha sido un peso que ha cargado Gabo desde que se convirtió en el colombiano más universal en 1967, cuando la historia de la familia Buendía fue tan popular como El Quijote. García Márquez, se afirmaba a los cuatro vientos, era el nuevo Cervantes. Desde su lanzamiento Cien años de soledad ha vendido cincuenta millones de ejemplares. Cifras parecidas han tenido otros clásicos suyos como El amor en los tiempos del cólera y Crónica de una muerte anunciada. Gabo ha sido uno de esos casos cada vez más raros en el que la crítica y el gusto popular se mezclan. Fue rico porque creó un universo, Macondo, no porque haya robado o explotado a nadie. La única obligación que tuvo fue la de escribir y en eso fue extremadamente riguroso. Le dio magia a un país que no lo tenía. Magia al país de las masacres. La deuda con él es impagable. 


 Aracataca ha sido la excusa perfecta para los que decidieron odiar a Gabo porque no tienen el tiempo ni las neuronas para adentrarse en su obra, Aracataca es la venganza por haber sido amigo de Fidel Castro, por haber nacido en el Magdalena, por ser un costeño. ¡Qué duro ha sido para Bogotá, esta tierra de poetas, aceptar que el escritor más grande del país no sea un cachaco!


Armando Zabaleta compuso a comienzos de los ochenta un vallenato en donde le reprochaba la decisión de donar el dinero que recibió por el Premio Rómulo Gallegos a un grupo guerrillero en Venezuela cuando bien pudo “haber sido como Pambelé” y haber ayudado a su pueblo. En una parranda privada en el último Festival de la Leyenda Vallenata, Carlos Vives y Silvestre Dangond decidieron cantar Aracataca te espera, el nombre que le puso Zabaleta a su canción y otra vez la historia volvía a ser esa serpiente que se muerde la cola. Las mismas críticas que se escuchan desde hace 57 años, señalando al escritor como el único culpable del abandono en el que está su pueblo. Ojalá se tuviera el mismo rigor a la hora de señalar a los corruptos. No hay que ser un experto en política pública para saber que el destino de Aracataca es el mismo que han tenido la mayoría de municipios colombianos. Se saben quienes son los verdaderos culpables del abandono, pero nadie los señala. Es más fácil señalar a un mito.


El espíritu garciamarquiano no se siente en la plaza central de Aracataca. Este ya no es el mismo pueblo de casas de bahareque y cañabrava de principios del siglo XX, ni el mismo que era cruzado por un río de aguas diáfanas en donde se veían unas piedras tan grandes como huevos de dinosaurio. Es la ruina de la ruina de lo que dejaron los gringos después de que se fueron en 1928. La United Fruit, que después se llamaría Chiquita Brand y que acaba de ser encontrada culpable de asociarse con grupos paramilitares, cumplió un siglo en el país  haciendo masacres y saqueos. Lo único que quedó de su paso demoledor fueron las casas de techos de zinc y la hojarasca del olvido. Son las cinco y treinta de la tarde, y como cada cuarenta y cinco minutos los rieles de la vía empiezan a temblar. El tren, que fue tan importante para Macondo, pasa pero no se detiene. Viene cargado de carbón. Durante cuatro minutos vemos pasar y pasar vagones cargado de riqueza y contaminación. Es el corredor férreo entre Santa Marta y Chiriguaná que moviliza 35.5 millones de toneladas de carbón. Petro, en su grandilocuencia, lo llamó el corredor de la vida, algo bastante paradójico teniendo en cuenta el nivel de contaminación que genera el carbón.


El tren pasa por la bella estación amarilla. Pasa y no se detiene. Hace más de setenta años no deja pasajeros. Cuando Gabo se fue la primera vez de Aracataca, lo hizo en un tren. Tenía ocho años y Nicolás Márquez, su abuelo, el oficial del ejército, acababa de morir. Era lo que más quería en esta vida. Alguna vez le preguntaron por sus memorias y dijo que no tenían ninguna importancia, no se podrían escribir porque “a mí me pasaron cosas hasta los ocho años” como si la vida fuera de Aracataca, toda la gloria y Mercedes no fueran más que una entelequia. Gabo, en ese tren, regresó en 1952 a acompañar a su mamá a vender la vieja casa y después lo esperaría el hambre en Paris, el sacrificio en México, la explosión de Cien Años en Buenos Aires, el vedetismo en Barcelona, el Nobel en Estocolmo y la cómoda vida en la calle del Fuego en México. Aracataca sólo fue un recuerdo, un sueño que se le aparecía de vez en cuando y sólo regresó en el 2007, cuando ya la enfermedad del olvido lo había minado. Regresó en tren, también. Eran los años en lo que el presidente era Álvaro Uribe, un hombre que jamás habrá gastado un minuto de su tiempo en leerse una novela. Y mucho menos una novela de un amigo de Fidel Castro.


En ese momento Gabo ya estaba más allá del bien y del mal así que promueven el regreso de Gabo a su pueblo en un tren compuesto de tres vagones remodelados como si fueran de los años cuarenta. Hace el trayecto, desde la Sociedad Portuaria de Santa Marta al lado de la siempre distante Mercedes. Lo acompañan 200 invitados. Están celebrando los cuarenta años de la publicación de Cien años de soledad y este viaje es la oportunidad para lanzar un proyecto: revivir la ruta de Macondo para incentivar el turismo. Gabo es recibido como un totem, como alguien que no es de este mundo, con el mismo asombro que los habitantes de Macondo vieron levitar al padre Nicanor Reyna cada vez que se tomaba un chocolate caliente y subir al cielo en cuerpo y alma a Remedios la bella, contemplaron a Gabito bajarse del tren.


Aracataca por fin podía abrazar a los dos gigantes que la habían hecho grande: el tren y el Nobel. Pero ninguno de los dos se quedó. Gabo regresó a México entre la niebla de su enfermedad y los vagones se los llevaron. La estación sigue allí, amarilla, republicana y hermosa, como una muestra más de lo que estaba destinada a ser Aracataca, la tierra de Gabo, de Leo Matíz, la tierra que da artistas tan tenaces como Tony, nuestro guía, quien posee la misma determinación que tuvo José Arcadio Buendía por conseguir una ruta que lleve a Macondo la modernidad.


Es inevitable no irse de Aracataca triste. El olvido en el que está sumido este pueblo es una nueva cachetada que le da Bogotá al Nobel. Y nos han hecho creer lo contrario. Hay una anécdota que muestra el desprecio que Bogotá sentía por Gabo. Felipe López, en el año 1981, lo invitó a dar un taller de periodismo a los periodistas de Semana, revista de la que era su fundador y su dueño. García Márquez en ese momento era uno de los hombres más amenazados del país. El haber sostenido durante 8 años Alternativa, una revista que se oponía con firmeza a la desmesura dictatorial del gobierno Turbay, le granjeó enemigos poderosos de la extrema derecha. Se hablaba incluso de un plan para asesinarlo. Así que Gabo daba en la sede de Semana una clase magistral de cómo hacer títulos sugerentes, pegadores, para que la gente se interesara por la noticia. Puso un ejemplo “Si yo salgo ahora de este edificio y me asesinan, ustedes cómo titularían” López, hijo de presidente, respondió “Matan a costeño”. Todos rieron, menos Gabo.

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