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Si Hirschman hubiese vuelto a Colombia

Por: Germán Valencia

Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia


A comienzos de 1952 llegó a Colombia Albert O. Hirschman. Lo hizo en plena época de La Violencia, cuando el país estaba incendiado por las luchas entre conservadores terratenientes y campesinos liberales. Fue invitado por el Banco Mundial, en el contexto del Plan Marshall, para que ayudara a diagnosticar la problemática de la economía y propusiera estrategias para “un ataque coordinado al problema de la pobreza”.

Para aquel tiempo Hirschman tenía 35 años —nació el 07 de abril de 1915 en Berlín— y había pasado de ser un aventurero joven, comprometido con el activismo político, a ser un reconocido y brillante economista —con doctorado de la Universidad de Trieste—. Este comprometido joven apoyaba con su imaginación y trabajo intelectual la reconstrucción económica de Europa Occidental en la época de la posguerra, como funcionario de la Junta de Reserva Federal de Estados Unidos.

Entre 1933 y 1941 perteneció a las Brigadas Internacionalistas y al Frente de los Aliados, que era un magnífico equipo de personas dedicado a proteger a los refugiados políticos y sacar de Europa a pensadores y artistas judíos. Entre ellos a la filósofa política Hannah Arendt, al escritor André Breton y a los artistas Marc Chagall y Max Ernst. Aventuras que recientemente la empresa Netflix contó en la serie Transatlántico, donde Lucas Englander asume el papel Hirschman, quien ayuda, en 1938, a sacar de Marsella a cientos de refugiados de Europa.

Esta postura personal, de atender al llamado de los desfavorecidos y apoyarlos en sus causas, se mantuvo durante toda su vida; y que lo llevó a ser invitado de manera reiterada —a lo largo de sus 97 años— a numerosas misiones por todo el mundo. Una de ellas, y tal vez la más significativa, fue la que lo trajo a Colombia. En 1952 —atendiendo a la invitación que se le hizo desde Colombia por Luachlin Currie— armó maletas y se vino con su esposa Sarah y sus dos hijas, Lisa y Katia, al país. Llegó a trabajar como asesor económico y financiero del recién creado Consejo Nacional de Planeación.

Al llegar a Colombia, Hirschman quiso conocer el país de primera mano, de allí que se trajo su adorado Chevy —un carro de marca Chevrolet— e inició su recorrido desde el puerto de Buenaventura. No quiso seguir el mismo trayecto de sus colegas: llegar a la capital colombiana y encerrarse en las oficinas del Banco de la República. Se montó en su vehículo desde el pacífico, atravesó el Valle del Cauca, zigzagueó por el Eje Cafetero y llegó finalmente a Bogotá. Ciudad de residencia, donde permaneció entre 1952 y 1956: la mitad como empleado del Estado Colombiano en calidad de Técnico en Política Económica y Monetaria, y la otra mitad como consultor privado, abriendo una oficina en el sector de La Candelaria, como “Consultor Económico y Financiero”.

Fueron cuatro años y medio de fructífera estadía que le sirvió a nuestro economista político para forjar su “punto de vista” y “despertar” su imaginación analítica, en medio de una realidad que le demandaba pensamiento crítico y acción creativa. Sus diagnósticos y recomendaciones, que siguen vigentes, se caracterizaron por no tener ningún tipo “preconcepciones teóricas”. Recomendaciones que le fueron útiles a banqueros, para fomentar los créditos agrícolas; a inversionistas, para la construcción de carreteras; y a ingenieros, para la irrigación de los cultivadores de caña de azúcar.

Ahora pongamos la mente a imaginar y supongamos que nuevamente se invitara a Hirschman a Colombia. Lo más seguro es que en esta segunda ocasión nuestro líder intelectual no hubiese entrado por Buenaventura; su lugar de partida hubiese sido la región del Urabá, otro puerto similar, donde habitan negros y mestizos, pero que tiene la particularidad de haberse convertido en la última década en el lugar de paso de miles de migrantes que buscan atravesar el Tapón del Darién para alcanzar el sueño americano. Lo que hubiera despertado aún más el interés de Hirschman, motivado por la crítica a cómo el apoyo humanitario que él realizaba en su juventud se ha mercantilizado y convertido en labores de “coyotes” que buscan aumentar las rentas criminales.

Además, ante la doble opción que brinda la geografía del Urabá —de viajar por el Occidente de Antioquia o por el departamento de Córdoba— el camino más probable hubiese sido visitar Montería: este recorrido, además de ayudarle a reconocer las tierras por las que surgió el paramilitarismo en Colombia, le permitiría llegar a la subregión del Bajo Cauca, donde los diálogos con los pequeños mineros le habrían servido para conocer sus impresiones sobre su economía ancestral y las difíciles condiciones de vida. Anotaciones que, sin duda, se habrían convertido en un magnífico texto sobre minería artesanal, organizaciones criminales y la destrucción de la naturaleza.

También, por este camino, hubiese llegado a Medellín, un territorio donde confluyen eslabonamientos productivos de todo tipo. Una región en la que conviven ideas tan valiosas y claves para el desarrollo, como la de convertirse en un distrito de ciencia, innovación y tecnología; pero también donde existen desde hace décadas peligrosas mafias y organizaciones criminales que hacen uso negativo del encadenamiento, vinculando en sus actividades ilegales a pequeños negocios que son extorsionados, a jóvenes atrapados en el mundo delincuencial y de prostitución, y a grandes y poderosos negocios de armas ilegales y drogas. En breve, a una Medellín muy distinta a la que le tocó conocer y admirar cuando visitó hace siete décadas a la empresa Coltejer, la planta más grande de algodón que tenía el país, y era ejemplo de desarrollo.

Para finalmente, arribar a Bogotá, llevando en la maleta de su Chevy una cosecha de apuntes. Su llegada a la capital habría estado cargada de mucha expectativa, en especial por la admiración que se le tiene en el país y porque arribaría nuevamente en un tiempo en el que se está discutiendo el Plan Nacional de Desarrollo “Colombia Potencia Mundial de la Vida”; el cual propone, entre otros asuntos, un nuevo ordenamiento del territorio, la defensa del derecho humano a la alimentación, una transformación productiva para la vida y la acción climática, y una convergencia regional para reducir las desigualdades territoriales. Propuestas que lo sorprenderían, no por la novedad, sino porque concuerdan en casi todo lo que 70 años dijo él mismo.

En síntesis, si Albert O. Hirschman visitara a Colombia por esta época, el camino recorrido habría sido otro. Uno muy distinto al que anduvo en los años cincuenta, ahora vería cómo la violencia la ejecutan las grandes organizaciones criminales dedicadas al tráfico de personas, con una minería criminal a gran escala y que explotan todas las rentas ilegales. Pero además, un país que, a pesar del largo tiempo transcurrido, no ha sido capaz de implementar las sugerencias que él mismo hizo hace tanto tiempo y que las élites se niegan a realizar por miedo a compartir la riqueza, y se empeñan en no apuntarle a las decisiones estratégicas.

Eso sí, estaríamos en presencia de un noble pero vital economista del desarrollo, quien luego de un largo viaje —desde el Urabá Antioqueño hasta Bogotá— estaría cargado —como lo hace el personaje del poema Ítaca de Kavafis— “lleno de aventuras, lleno de experiencias”. Un brillante escritor dispuesto a actualizar y publicar por enésima vez su más querida obra La estrategia del desarrollo económico, publicada en 1958 como resultado de su primera visita al país y revisada en 2023. Un ser humano agradecido que, desde la primera página de su libro, reconocería los valiosos aportes que le da su amada Colombia, e insistiría sobre la necesidad de persistir en el trabajo colectivo para romper el círculo del subdesarrollo y avanzar en la reducción de la pobreza en el mundo.

 

*Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.

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