Por: Iván Gallo - Editor de Contenidos
Foto tomada por: Sergio Saavedra
En una terraza del barrio La Macarena de Bogotá conocí a Theylor Villegas. Desparpajado, sonrisa amplia, como si la vida no le hubiera pasado por encima. Frentero como la gente del Catatumbo, está reunido un lunes de agosto con otras personas que han tenido que verle la cara al monstruo de la guerra. Es una Juntanza Fronteriza organizada por la fundación Pares y la Embajada de Canadá. Tiene 27 años, el pelo recogido y el optimismo a flor de piel. Theylor se reconoce como homosexual desde que era adolescente y nunca le dio miedo vestirse como quisiera, a pesar de que en el pueblo donde nació, Tibú, estaba prohibido ser diferente.
A su papá no lo conoció, lo mataron en Pelayo, Cesar, cuando su mamá estaba embarazada. Ella se tuvo que ir corriendo al Catatumbo en 1997, a punto de dar a luz. Dos años después los paramilitares también llegarían a ese lugar. Perpetrarían, en Tibú, la masacre del día de las madres, después entrarían a La Gabarra. Tiñeron de sangre el río Catatumbo. Theylor estudió en una escuela llamada Kennedy, como el presidente que mataron en 1963 y vivía en una piecita con su mamá y su hermano mayor, soportando el calor asfixiante del Eternit en plena selva. De noche, mientras veían la novela, escuchaban los disparos. Todas las noches.
La primera vez que le pusieron un arma encima tenía 13 años. En ese momento los paras, dirigidos por el comandante Camilo, todavía mandaban en Tibú. Uno de ellos, que sostenía un noviazgo con una amiga de su mamá, empezó a hablarle cada vez más cerca. Un día le dijo que lo tocara. Theylor no aceptó. La respuesta del hombre fue darle una patada, tumbarlo en el piso y ponerle un arma en la cabeza. Intentó dispararle pero la pistola falló. Trató de hacerlo de nuevo y la bala nunca salió. “Se salvó de milagro, pero ya te volveré a ver mariquita”.
Desde entonces Theylor tenía miedo de encontrarse con el para. Bajo los espesos árboles que rodean Tibú hay muchos cuerpos enterrados. Él sería uno más en la lista. ¿A quién podría importarle?
Entonces, una noche, mientras caminaba entre las luces mortecinas ´del pueblo, escuchó que salían gritos de una casa donde sacaban a empujones a un hombre. Lo pusieron de rodillas. Theylor identificó al mismo para que lo había encañonado. Esa noche vio como, de un balazo, le reventaban la cabeza. El temor, al contrario de lo que podía pensarse, aumentó. Entonces aparecieron las drogas, el alcohol, todo para escapar del laberinto en el que lo había metido la guerra, la intolerancia.
Porque ni en el colegio estaba a salvo. Los profesores hacían lo imposible para hacerlo sentir incómodo. Es que desde la adolescencia, en el Colegio Caldas, llevó piercings, camisetas largas, pelo arrebatado y pinta hippie. Era un blanco demasiado visible. Un día un profesor de matemáticas se le acercó y empezaron a hablar. De la nada le soltó una pregunta “¿Usted es marica?” Theylor tenía 14 años, ¿Qué podía responder? Se hincó de hombros mientras el profesor le espetaba que los homosexuales eran unos enfermos, que eso era pecado y que debían ser exterminados de la faz de la tierra. Otra profesora de ese mismo instituto le puso un apodo “Tienes el culo como una puya, por eso te digo que de ahora en adelante te llamarás culo e puya”. Ahí no paraba el matoneo. La profesora lo interrumpía en exposiciones, lo dejaba en evidencia ante todo el colegio. Le decía “Pelo asqueroso” “Winnie Pooh” Uno de los pocos consuelos que tuvo fue ingresar a una academia de baile en donde una profesora lo hizo sentir bien con él mismo. Aceptarse como era.
Y mientras tanto, al final de la primera década de este siglo, se extendió como una mancha la mal llamada “Limpieza social”. Le mataron a sus amigos de cuadra. Los persiguieron. Por fumar marihuana, por bailar, por ser jóvenes, por estar felices. Por maricas. A él casi lo matan. Un amigo, que profesaba la religión cristiana, lo invitó a una fiesta en las afueras del pueblo. Allí lo cercaron, lo iban a asfixiar con un alambre de púas, le metieron tres cuchilladas, lo arrastraron del pelo en una porqueriza. Medio muerto lo llevaron al hospital Erasmo Meoz de Cúcuta. Cuando despertó su hermano mayor estaba al lado de la cama. Su mamá no estaba. Nunca estuvo. Siempre estaba trabajando.
Su hermano lo interpeló por la situación en la que estaba, hospitalizado, deshecho y él le respondió que le había sucedido esto por la intolerancia de un pueblo que sólo acepta machos. La respuesta de su hermano fue la furia. Inmediatamente llamó a su mamá y le dijo, a través del teléfono, que se arrepentía de haberlo tenido: “Hubiera preferido tener a un bulto de alambre”.
En el Catatumbo es más fácil que los comandantes guerrilleros acepten a un miembro de la comunidad LGBTIQ+ que la propia fuerza pública o la sociedad misma. Como el clima, todo es duro. Hasta la gente.
Theylor se recuperó en Cúcuta, luego viajó a Bucaramanga, se enamoró un par de veces. Incluso, obligado a vivir, empezó a trabajar a través de la app Grindr como score. En esas noches conoce a una señora trans que lo lleva a una casa refugio en donde conoce a jóvenes desamparados como él. Lo motivó a estudiar. Volvió a creer de nuevo. Así que se inscribió en el SENA, se graduó de técnico en Trabajo Social y, empoderado, regresó a su pueblo, o al menos vive en un lugar muy cercano a él, Campo Dos.
La vida, que es una tómbola, lo saca de Bucaramanga. Engañado va a Sogamoso en donde, ya con las ilusiones perdidas, arrumado por el frío, decide regresar a Tibú. Acababa de suceder algo terrible muy cerca de allí: en la vereda Campo Dos habían sido asesinadas 22 mujeres. Una de ellas muy cercana a él. Así que deciden crear una fundación que ya lleva cuatro años, llevando talleres de inclusión, compartiendo experiencias de la vida gay y cuidados de la vida sexual a veredas y corregimientos de municipios çomo Tibú, Sardinata y Ocaña en donde la guerra ha dejado sus esquelas a su paso. Su gran logro ha sido la creación del primer encuentro LGBTIQ+ y que contó con 30 jóvenes diversos del Catatumbo. En octubre de este año piensa montar un segundo encuentro.
El colectivo de Theylor se llama Pride, que significa orgullo y eso es lo que él puede transmitir, una seguridad, un empeño, una determinación que lo han hecho sostenerse en sus decisiones, sin arrepentimientos, cueste lo que cueste. Allí ha abogado no sólo por los derechos de su comunidad en el Catatumbo sino por la paz fronteriza. A sus 27 años tiene una madurez muy extraña de encontrar. Una consciencia que es necesaria en los territorios por donde pasa la guerra.
En su alma no hay rincones oscuros donde se anide el resentimiento. Theylor cuenta su vida sin que la voz se quiebre, o piense que está justificándose. Cuenta porque le pregunto y le gusta narrar. Los sueños están intactos. Pero más que pensar en algún logro personal Theylor quiere es que la paz, esquiva, llegue por fin al territorio y que la diferencia, allí, deje de ser un pecado.
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