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Uribe y Castaño, casos para la Comisión de la Verdad



Recientemente Pablo Catatumbo, negociador de las Farc en La Habana, afirmó en tono categórico que ellos no habían matado al papá de Álvaro Uribe. Contó también otra historia del secuestro y la muerte del papá de Carlos Castaño. Dijo que lo secuestraron porque para ese tiempo esa familia estaba metida hasta el cuello en el narcotráfico y en el paramilitarismo, y que su muerte se produjo en un cruce de disparos en el momento en que el Ejército intentó rescatarlo.

Sé que me estoy adelantando bastante a los acontecimientos que desatará la firma de los acuerdos de paz con las Farc. Quizás la Comisión de la Verdad que acordaron en La Habana solo se empiece a conformar en el próximo año. Pero las versiones sobre la muerte de estas dos personas han tenido tan enorme trascendencia en el conflicto armado del país que no quiero que se olviden a la hora de hablar de los secretos de nuestra dolorosa guerra.

La importancia de la muerte del padre en la vida de Álvaro Uribe está fuera de discusión. ‘El día más triste de su vida’ es el titular de SEMANA en un artículo de hace algunos años, presentando el libro No hay causa perdida, en el que Uribe relata el acontecimiento. También es clara la sensibilidad que despierta la autoría del asesinato. La negación de Catatumbo fue inmediatamente controvertida por el partido Centro Democrático en un comunicado público y por la familia Uribe en medios de comunicación. Hay aquí una grave disputa por la memoria y la verdad.

Ahora bien, esta discusión no tendría la carga que tiene si no estuviera atada a una pavorosa intensificación del conflicto armado en los lugares y en los tiempos en que Uribe ha tenido el poder. En Antioquia cuando fue gobernador y en Colombia en dos periodos presidenciales. El expresidente niega tajantemente que la acusación hacia las Farc en la muerte de su padre tenga una influencia crucial en las decisiones que ha tomado en su vida pública. Dice en su libro: “Siempre he querido evitar que mi imagen sea asociada con una idea de martirio o con la falsa impresión de haber incursionado en la política motivado por la tragedia familiar”.

Pero es difícil aceptar esta convicción porque cualquiera que lea los discursos de Uribe como candidato o como gobernante puede sentir el furor con que invoca las afrentas de la guerrilla. También dice mucho el que una parte de su gabinete ministerial fuera víctima manifiesta de las Farc. En esos dolores innegables estuvo enredada nuestra guerra y de allí se deriva la estela de crueldad que arrastra.

Carlos Castaño no negó, ni escondió, que el secuestro de su padre fuera una de las motivaciones en su faena de muerte contra la izquierda. Contó el episodio a su manera y logró conmover a no poca gente. Y fue más allá. Utilizó las agresiones de la guerrilla contra empresarios o políticos como argumento para reclutarlos para las Autodefensas Unidas de Colombia. En muchas de las entrevistas que hicimos en las investigaciones de la década pasada encontramos esas historias.

Castaño sintió que podría hacer un movimiento de alcance nacional, un gran movimiento, que no tendría que detenerse ante la atrocidad, acudiendo a todos los ofendidos por la insurgencia. Esa cruzada la realizó con una audacia suprema entre 1990 y 1998 y con ese emblema logró agrupar a una fuerza poderosa que subordinó al Estado en gran parte del territorio nacional y produjo una catástrofe humanitaria que apenas empieza a ser evaluada.

En los días en que se discutía en La Habana la pertinencia de la Comisión de la Verdad, algunos dirigentes políticos y formadores de opinión se pronunciaron en contra de la idea. Unos por considerar que en vez de ayudar a la reconciliación abriría nuevas heridas y ahondaría los odios que existen en Colombia, otros porque la consideraban un tribunal amañado que tendría como finalidad exonerar a las Farc de sus responsabilidades y poner las culpas en los hombros de una parte de la dirigencia tradicional del país. No se pueden negar de plano estos peligros y el gobierno y la guerrilla tienen la obligación de disipar los temores conformando una comisión de las mayores calidades humanas y éticas y de una seriedad profesional fuera de toda duda.

Pero esclarecer las circunstancias en que fueron asesinados Alberto Uribe y Jesús Antonio Castaño y, especialmente, en el caso de Uribe, establecer quiénes fueron los autores del crimen, será un hecho esencial para la convivencia pacífica de los colombianos. Los resultados podrían derrumbar leyendas de un lado o del otro y arrojar enseñanzas claves para las generaciones futuras.

Columna de opinión publicada en Revista Semana


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