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–¿Usted trabaja?– No, soy ama de casa

Abrió los ojos

Se echó un vestido

Se fue despacio a la cocina

Estaba oscuro

Sin hacer ruido

Prendió la estufa y a la rutina

Sintió el silencio como un apuro

Todo empezaba en el desayuno

Dobló su espalda

Gozó un suspiro

Sintió ridícula la esperanza

Al más pequeño le ardió la panza

Rompió el silencio, soltó un llorido

Se va la vida

Se va ligero

Como la mugre en el lavadero

De la canción Mujer interpretada por Amparo Ochoa

Por: María Victoria Ramírez

El fragmento de la canción con la que abro este texto ilustra la rutina diaria de una mujer pobre, con una pareja y con hijos. Me acordé de esas estrofas porque tuve una conversación que me impactó.

Una mujer joven, de unos 36 años, de clase media, esposa y madre de dos hijos, al preguntarle si trabaja me responde que no, que ella es ama de casa. Cuando le pregunto por sus actividades diarias me contesta que se levanta a las cuatro de la mañana, prepara el desayuno, deja el almuerzo adelantado, despacha a los niños al colegio, se va “feíta” (según sus propias palabras, porque no tiene tiempo de maquillarse o arreglarse mucho) al negocio de su marido donde cumple todo tipo de labores: hace la limpieza, prepara tinto, reemplaza a algún trabajador, hace compras, hace pagos, reparte correspondencia. Un poco antes de las doce se va a la casa para terminar de preparar el almuerzo y servirlo. Los niños llegan del colegio, el almuerzo está caliente. Mientras va monitoreando las tareas, recoge el desorden que los niños dejan a su paso y va metiendo la ropa a la lavadora y planeando lo que será la comida. Al llegar la noche se pone a tejer; hace un esfuerzo por terminar una parte de la manualidad y en ocasiones se queda dormida en el sofá mientras teje, frente al televisor. Antes de acostarse da otra vuelta por la cocina para limpiar los residuos de pan, papitas, etc., que dejan todos al asaltar la cocina. La mugre siempre le toca a ella. Sólo en contadas ocasiones recibe alguna ayuda de sus hijos o del esposo. A lo largo de 19 años de matrimonio, dice que le han preparado algunas limonadas cuando tiene gripa, ella lo agradece inmensamente diciendo: “al menos no se enoja cuando estoy enferma, como hacía mi papá con mi mamá”.

Me confiesa que su gran sueño es poder validar el bachillerato porque se casó muy joven, quedó embarazada muy pronto y no pudo graduarse. Sin embargo, su esposo no la apoya porque “descuidaría la casa, los hijos y, lo que es peor, lo descuidaría a él”. Ella tiene miedo porque si él tiene quejas de ella va a tener la excusa perfecta para buscarse otra.

Pocos años después de esa conversación, su mayor miedo, el de quedarse sola, se concretó. Su marido se enamoró de una de sus empleadas.

Quienes lean esta columna dirán que no hay nada nuevo en ella, que “descubrí el agua tibia”. Lo malo es eso, que es tan generalizado que nos parece normal que las mujeres vivan así, posponiendo sus sueños de educarse, de desarrollar sus potencialidades y sólo limpiando el mundo para otros, adaptándose a ese ropaje estrecho que les asignan y creyendo que viven. Esto me hace recordar el siguiente cuento, del libro de Clarissa Pinkola titulado Mujeres que corren con los lobos:

“Un hombre fue a la casa del sastre Szabó y se probó un traje. Mientras permanecía de pie delante del espejo se dio cuenta de que la parte inferior del chaleco era un poco desigual.

–Bueno, no se preocupe por eso –le dijo el sastre–. Sujete el extremo más corto con la mano izquierda y nadie se dará cuenta.

Mientras así lo hacía, el cliente se dio cuenta de que la solapa de la chaqueta se curvaba en lugar de estar plana.

–Ah, ¿eso? –dijo el sastre–. Eso no es nada. Doble un poco la cabeza y alísela con la barbilla.

El cliente así lo hizo y entonces vio que la costura interior de los pantalones era un poco corta y notó que la entrepierna le apretaba demasiado.

–Ah, no se preocupe por eso –dijo el sastre–. Tire la costura hacia abajo con la mano derecha y todo le quedará perfecto.

El cliente accedió a hacerlo y se compró el traje. Al día siguiente se puso el nuevo traje, «modificándolo» con ayuda de la mano y la barbilla. Mientras cruzaba el parque aplanándose la solapa con la barbilla, tirando con una mano del chaleco y sujetándose la entrepierna con la otra, dos ancianos que estaban jugando a las damas interrumpieron la partida al verle pasar renqueando por delante de ellos.

–¡M'Isten, Oh Dios mío¡ –exclamó el primer hombre. ¡Fíjate en este pobre tullido!

El segundo hombre reflexionó un instante y después dijo en un susurro:

–Igen, sí, lástima que esté tan lisiado, pero lo que yo quisiera saber… es de dónde habrá sacado un traje tan bonito”.

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