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Victor Gaviria, el incomprendido

Por: Iván Gallo - Editor de Contenido




Volví a ver a Victor Gaviria en el 2024, en septiembre, durante la Feria del Libro de Cúcuta. Iba a presentar su libro de poesía. Victor es un poeta que hace cine. Estaba preocupado, necesitaba financiación para sus proyectos. Es increíble que un hombre de su trayectoria tenga que seguir tocando puertas. ¿Hasta cuando?

 

En el año 2003 Víctor Gaviria, trabajador incansable, se movía por Colombia dando charlas en pequeñas ciudades buscando público para el evento que lo absorbía en ese momento, la cuarta edición del Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia. Paralelo a esto ya había terminado de rodar la película de acción que siempre había querido hacer.

 

Una historia basada en la vida de un arquitecto llamado Hugo Restrepo -que incluso también colabora con el guion- que se deja tentar por un capo menor del narcotráfico que lo convierte en su arquitecto de cabecera. Al igual que Albert Speer, antes de construir las obras soñadas por su jefe, la guerra lo termina arrasando y a él mismo en su caída. En ese momento de la postproducción estaba buscando inversores, distribuidores. Era complicado para Víctor porque Erwin Goggel, talentosísimo empresario y documentalista, quién sacó adelante la producción de La vendedora de rosas, hacía comentarios sobre lo complicado que supuestamente era trabajar con Víctor, que los rodajes se alargaban demasiado y Goggel creía que el problema no lo generaba tanto poner a actuar a niños de la calle que jamás lo habían hecho, sino los espacio que debería dedicarle a los muchachos para mantener el ánimo arriba. Imaginen no más esperar al Zarco, con sus bruscos cambios de humor, a un ensayo. Había que hacer algo parecido a un santo.

 

Y creo que Víctor lo es. Además es un santo punketo. En sus correrías por Colombia en el año 2003, los jóvenes se le acercaban con el respeto que se le tiene a un tótem, a pesar del desparpajo, la alegría con la que Víctor trata a quien se le acerque. Esa especie de éxtasis lo llevaba a invitar a cuánto desconocido le pidiera un autógrafo al Festival de cine de Santa Fe de Antioquia, que en esa edición estaría centrado en el cine Latinoamericano. La mayoría eran pelados y no tenían un peso y llegaban a la cita a comienzos de diciembre a ese lugar del Bajo Cauca que, a comienzos del siglo pasado, sentía la influencia de la arremetida paramilitar que ya entraba en negociaciones con el gobierno de Uribe. Así que había que escoger bien el lugar para acampar. Saber si era pertinente prender un porro mientras se veía, en copia restaurada, esa alucinación llamada Araya, de Margot Benacerraf, proyectada gratis en la plaza de la iglesia de Jesús de Nazareno. Ese año el pueblo se llenó de un muchachos que llegaban de todas partes del país siguiéndole los pasos a un andariego tan sabio y divertido como lo fue en los sesenta Fernando González.

 

Hace 20 años no había un director en el país más reconocido. Sus dos largometrajes habían sido seleccionados en la competencia oficial por la Palma de Oro en Cannes. Esta hazaña no la consiguió ni la conseguiría jamás otro realizador colombiano. Rodrigo D produjo un impacto mundial al que ninguno de nuestros filmes estaba acostumbrado cuando se estrenó en 1990 también después de una larga postproducción. El maestro italiano Bernardo Bertolucci afirmó en varias entrevistas que era una de las películas latinoamericanas más desgarradoras jamás hechas. Víctor rodó en la Comuna del barrio El Diamante en Medellín, que era en 1988 una zona de guerra y mostrar la vida de un muchacho al que le gustaba el punk y sólo quería tener una batería. Estaba sumido en una profunda depresión, acababa de perder a su mamá y en la calle los amigos no ayudaban. Muchachos condenados al No Futuro. Personajes que, a los intereses hegemónicos, que controlan la narrativa en este país, como me dice Pedro Adrián Zuluaga, les parecen monstruosos, desechables. Víctor fue capaz de mirarlos con ternura, con amor. Son personajes reales. Y tienen miedo. Tienen más miedo del que nosotros podemos tenerles. Tienen miedo de que un jeep con los logos de las EPM, sin placas, se parquee al frente de sus casas y los saque y se los lleve y los torturen durante días y los dejen por ahí tirados.

 

Lo máximo a lo que pueden esperar es a un velorio en casa de Mamá, que los amigos lo lloren mientras suena Whish your we here de Pink Floyd. Ese miedo que sentían esos pelados de las comunas se refleja muy bien en una película llamada El Paseo, que, creo, está desaparecida. Es el único intento de Gaviria por hacer cine de terror. Dos ladrones amigos son asesinados por grupos de limpieza en el cerro El Voladero. Sus almas quedan vagando por ahí, espantando a las parejitas que iban a besarse en las noches. En una de esas ven a unos novios comiéndose a besos dentro de un Renault 4, el par de espectros se van acercando con sigilo cuando en la carretera ven una camioneta blanca con hombres de gafas negras adentro. Los fantasmas son los que terminan asustados. Salen corriendo y se desvanecen. El peligro nunca fueron esos pelados.

 

“Eso es lo que a Gaviria le interesa, demostrar que esos niños, esos jóvenes, esos sicarios, esos vendedores, son parte de esa cultura y tienen un mundo simbólico poderosísimo y que esa pérdida del arraigo cultural la expresan en el lenguaje como el lugar creador por excelencia y para llegar a ser ese creador necesitaba ser un poeta” Y eso es lo que siempre ha sido Víctor, un poeta.

 

Nunca estuvo una persona menos dispuesta a la Academia. Empezó a estudiar sicología porque a mediados de los setenta ahí estaba la movida cultural. Le gustaba la poesía y publicó su primer libro, La luna y la ducha fría, a los 23 años. Por esa época acababa de llegar a Medellín un sacerdote claretiano que había pasado un largo trecho de su vida en Alemania. Llegó con la maleta llena de rollos de cine. Entonces hizo un ciclo larguísimo de nuevo cine alemán. Resultó captando la atención de un público universitario que estaba mamado del monopolio de Hollywood en las carteleras locales. Gaviria recuerda esos años “Ese cine, hecho por jóvenes, nos sacó del prejuicio que teníamos de que las películas la hacían solo los viejos… nos puso a pensar que también estaba a nuestro alcance” Durante todas las semanas en la sala del Colombo-Americano (el famoso Palo con Guayaquil) se presentaba un estreno de Fassbinder, de Herzog, de Win Wenders y, después de la película se armaba un debate. Ir a cine era mucho más que ver una película.

 

Víctor nunca ha sido un cinéfilo encarnizado como su amigo Carlos Henao, con quien escribió el guion de La vendedora de rosas. Pero recuerda momentos en donde descubrió que el cine era una forma de hacer poesía. Había un cine club en 1975 en Medellín que se llamaba Mundo Universal y que funcionaba en las mañanas del domingo en el Teatro Avenida. Ahí vio una película que cambió su vida, Andrei Rubliov de Tarkovsky. Cuando tres años después ganara su primer festival de cine con una peliculita de siete minutos echa en super 8 llamada Buscando tréboles, el camino ya estaba hecho. Ese primer cine de Victor me lo describe Zuluaga en una conversación “El hace un cine de realidad, que la investiga, la entiende, reconoce sus fuerzas, es un cine que le permite a uno orientarse en lo real, esto no es una tarea fácil, porque lo real es caos, y lo organiza a través de un proceso costoso, complejo. En esas crónicas, en esas peliculitas, se dan señales de lo que vendrá, los niños que son los protagonistas de la primera parte de la obra ven la realidad con mucha lucidez. Es una mirada anterior a la caída y a la culpa sin contaminaciones”.

 

A mediados de los ochenta se funda Teleantioquia y Víctor Gaviria nos regala las que pueden ser consideradas, sin asomo de exageración, las obras más bellas hechas para canales regionales en la historia del país. En Simón el mago es capaz de trasladar a la pantalla toda la oralidad de Carrasquilla, en Los habitantes de la noche muestra a los proscritos que viven en las calles de la ciudad mientras todos duermen. Y luego vinieron unas películas que creo, están perdidas y que los que las alcanzaron a ver hablan de su belleza: La lupa del fin del mundo, sueños de un mantel vacío, la jirafa del parque. Víctor no debe saber donde están. Archivar nunca fue su fuerte.

 

En ese festival de cine del 2003 Víctor hizo lo que más le gusta, ver a sus amigos para hablar de cine y de la vida. Rever películas que no veía desde que era un niño, Enamorada y La Perla del Indio Fernández, la venezolana El pez que fuma que antecede todo ese universo atrevido, kitch, de Almodóvar, las siete horas de La hora de los hornos que vimos con Augusto Bernal bajo un calor infernal. En esa época la rumba y el cine era lo más importante. Lo único que importaba. Y Víctor encarnaba eso. Y por eso lo queremos tanto. Él tiene tantos amigos que ya no puede contar ni acordarse de cuántos son.

 

 Es una lástima que Víctor haya tenido que salir por cuestiones personales de la organización de ese festival. Dos años después estrena Sumas y restras una película incomprendida por el público y la crítica, que jamás ha tenido el reconocimiento que se merece. Tiene varios proyectos que no puede concretar porque no encuentra productor que se le mida, un sobre un polizonte de un barco, otra sobre la emparedada del edificio Coltejer. La generación de lo políticamente correcto tampoco lo entiende. Acostumbrados a hablar sin saber ni ver, les parece que Rodrigo D y la Vendedora de Rosas dan una imagen del país con tanto niño diciendo “hombe gonorrea hombe” y, hay que decirlo, en los últimos años se le han cerrado las puertas. La mujer del animal, el último estreno de un largometraje suyo fue su primer fracaso de taquilla y también de crítica. Nadie entendió nada.

 

Qué falta de respeto, que atropello a la razón. A Víctor lo acusan de no salvar a los actores de sus películas. Ya sabemos que pasó con los pistolocos de Rodrigo D, el drama y final del Zarco y la ordalía de Lady Tavares. Víctor es de esos amigos que escuchan, pero no dan consejo. Así es su modestia y su amor a la amistad. Es injusto pedirle a Víctor, quien se la pasa ocupado buscando financiación para sus proyectos, que también ponga una ONG para cuidar a estos muchachos después de que dejan de trabajar con él.

 

La última vez que vi a Víctor Gaviria fue en el 2017, en una función doble que hicieron en el teatro del Externado en Bogotá. Se presentaba el documental Poner a cantar pájaros, que filmó Erwin Goggel mientras rodaban la Vendedora y luego proyectaron la película. Fue incómodo ver a Goggel hablando mal en público de la manera de rodar de Víctor y fue gratificante salir y conversar un rato con Gaviria, siempre riéndose, con su voz suave, abrazando a Natalia Reyes, protagonista de Lady, la novela que causaba impacto por esos años. Le comenté lo que estaba diciendo Erwin y él se rio. Le causó gracia. No hizo mayor comentario.

 

Sé que sigue, a sus 69 años, enfrascado en sus proyectos. En el 2019 arrancó el rodaje de una película que se le está convirtiendo en una maldición, se titula Sosiego. En un principio el productor sería Gustavo Pazmín. Tenían todo listo para empezar a rodar en marzo del 2020 en la comuna nororiental cuando apareció la pandemia. Según una publicación de Semana del 2019 sobre esto trataría la historia: “Gaviria contará la historia de Bernardita, una madre cabeza de una familia humilde en la Comuna Nororiental de Medellín, quien se enfrenta a la realidad que viven sus tres hijos (cuyo padre desapareció quince años atrás). Edilberto, el mayor, de 21 años, hace parte de un “ejército” paramilitar que disputa el poder del barrio contra un grupo armado de milicianos; la del medio es una prostituta, con dos niñas pequeñas, que viven al borde de la desnutrición y la menor es una adolescente que no ha vuelto al colegio y se ha “tirado” a la calle con algunas amigas, “emborrachándose y consiguiendo novios para disipar el hambre físico y el otro más profundo de no ser nadie”. A sus ojos, según el guion, los tres representan su fracaso como madre”.

 

Se tenía el respaldo económico de Dago García y Caracol Televisión pero el proyecto ha tenido una serie de reveses que no sólo debería preocupar a Víctor sino a todo el país. El proyecto está estancado. Víctor se sigue moviendo y, a veces, tiene como malla protectora la poesía. En la FILBO vino a Bogotá a leer algunos de sus poemas. Necesitamos más películas de Víctor. Cierro este artículo citando a Pedro Zuluaga, quien conoce como nadie su obra, explicando la importancia de Víctor.  “Cualquier persona del futuro, si es que hay futuro, si quiere entender cómo éramos, debe leer sus poemas, ver sus películas”.

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