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Volver a Ámsterdam

Por: María Victoria Ramírez M.


NOCHE ESTRELLADA SOBRE EL RÓDANO

Eres amarillo Van Gogh, no puedes negarlo, las pruebas son contundentes.

Ese color, es cardumen de pájaros escapados de tu pie.

Creíamos ciegamente, los observantes de tu cuadro, que eran estrellas.

El azul, Vincent, nos has hecho creer que es el agua del Ródano

y no es más que el alma que se ha apoderado de todo el rectángulo de tu obra

serena, triste, suicida… has inventado el azul suicida, quizá, como dice Galeano a cientos

de años de historia y de kilómetros, para no matarte, … para no matarnos.

¿Y esas barcazas abandonadas a la vera de la playa?

Esos somos tú y yo.

Poema del libro inédito Melancolía del Puerto de Miguel Ángel Rubio Ospina


Yo viví en Ámsterdam. Llegué a finales de los años 90, en un mayo durante una primavera fría. Al menos lo era para mí que por primera vez pisaba suelo europeo. El único país distinto al mío que conocía hasta ese momento, era Ecuador. Así que llegar a Europa, a los Países Bajos, fue una experiencia muy diferente a lo que había experimentado hasta ese momento de mi existencia.


Al momento de salir de Colombia tenía lugar la contienda electoral por la Presidencia de la República en la que resultó ganador Andrés Pastrana sobre Horacio Serpa. Con ese guayabo electoral, en cuestión de meses tuve que aprender a vivir en un país que hablaba una lengua que no entendía, acostumbrarme a los fuertes vientos que soplan sobre esas tierras, provenientes del Mar del Norte, a desplazarme cotidianamente en bicicleta, a no verle mucho la cara al sol, a decir goede margen, bedankt, alstublieft, Ik begrijp het niet (buenos días, gracias, por favor, no entiendo).


Y la verdad es que al principio no entendía, no sólo las palabras, tampoco entendía mucho la idiosincrasia de un pueblo de hombres y mujeres muy altos (de los más altos del mundo), que en lugar de un beso en la mejilla dan cuatro alternados, que llevan paraguas y bolsas de mercado mientras conducen con equilibrio perfecto su bicicleta, que aprietan la mano para saludar con vehemencia.


El Reino de los Países Bajos (Holanda, como algunos le llaman erróneamente, pues Holland es una región, pero no el país completo) es un Estado soberano transcontinental regido por una monarquía constitucional, conformado por cuatro regiones: Países Bajos, Aruba, Curazao y Sint Marteen, con una población un poco por encima de los 17 millones de habitantes, posee un área de 42.679 km². Colombia con 1.142.748 km², tiene un área que es casi 27 veces la de los Países Bajos. El idioma oficial es el neerlandés.


Luego de un tiempo corto en Amsterdam, me trasladé a La Haya (Den Haag en neerlandés) para iniciar un curso intensivo de idiomas que me preparara para ingresar a la universidad, en un programa para estudiantes extranjeros en los que el idioma de instrucción era el inglés. Finalmente, y como última parada, me instalé en Eindhoven (la ciudad donde se fundó la empresa Philips), donde concluí mi pregrado.


Ese país tan distinto, donde ser impuntual es casi un insulto, donde se podían recorrer las ciudades a cualquier hora de la noche sin sentir temor, donde es cotidiano ver rostros de todas partes del mundo, con un sistema de transporte público que funciona con precisión de segundos, fue en el que me convertí en ingeniera electricista y electrónica. Mis compañeros de clase eran de tres continentes: África, Europa y Asia. Yo era la única proveniente de América en el grupo. Allí tuve la oportunidad de compartir y entender las costumbres de musulmanes, hinduistas y de cristianos ortodoxos. De bailar ritmos árabes y griegos y degustar sabores que nunca habían tocado mi paladar.

Tuve la suerte de visitar museos como el Museo Nacional o Rijksmuseum y la Casa de Ana Frank, y ver obras de Rembrandt, el Bosco y muchos tantos, cuyos nombres no logré retener.


Y cuento estos detalles porque en estos meses de cuarentena, cuando he visto imágenes de esa ciudad maravillosa que es Ámsterdam, cruzada por canales, repleta de sitios interesantes, salas de conciertos, cafés, restaurantes, artistas callejeros, es en la que hoy se ha implementado un sistema de distanciamiento social que es francamente odioso.


En las mesas de bares y restaurantes que en verano se toman los andenes y orillas de los canales, una barrera de un material transparente, vidrio o acrílico, separa a los comensales, que normalmente están sentados frente a frente y hablan a través de esa barrera. No quisiera estar en el Ámsterdam de esa imagen.


El Ámsterdam que en tumulto celebra uno de los carnavales gay más concurrido, vistoso y alegre del mundo, es la ciudad que tengo en mi memoria. Fundada hace más de 800 años, que construyó un dique para defenderse de las aguas del río Amstel, que tanto en invierno como en verano, es fuente de inspiración de pintores y fotógrafos, esa ciudad de casas de frentes estrechos y paredes de barro oscuro, aloja el museo de uno de los artistas que dio a luz una de las obras más coloridas, vibrantes e impactantes, la de Vincent Willem Van Gogh.

Título original: Nuit étoilée sur le Rhône

Museo: Museo d’Orsay, París (Francia)

Técnica: Óleo (72 x 92 cm.)

Volver a Ámsterdam para pasar un verano, para caminar y escuchar música en vivo en el Vondel Park, para beber cerveza Heineken, para pasearse en bote por sus canales y soñar despierta que a Van Gogh no le falta su oreja y que deambulo con él bajo la noche estrellada sobre el Ródano.

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